Los húngaros
Aunque son pocas las posibilidades de que la literatura de un país trascienda cuando no se es fuerte en términos económicos y políticos, y más aún cuando la lengua es hablada por muy pocos, ya va siendo costumbre que cada tanto salte un húngaro y nos quedemos con la boca abierta, fascinados por la elegancia, el dolor o la radicalidad. El 2002, Imre Kertész obtuvo el Premio Nobel por una obra que debe ser leída mucho más allá de su contexto histórico y contenido biográfico, de Auschwitz y el comunismo. Su mirada, irónica, sensible y despiadada por igual, coloca ante uno temas muy contemporáneos, como la identidad de alguien que se siente extranjero en todas partes o de quien vive "marcado" por su condición de víctima.
Por esos mismos años fue el estallido del fenómeno Márai, que muchos vieron con suspicacia, porque era comercializado con la etiqueta de mártir. Pero Sándor Márai dominaba a la perfección la construcción de personajes y escenarios clausurados, indagaba en las heridas afectivas con agudeza y dosificaba la tensión sicológica con maestría. Su obra pegó mucho más que la de Kertész, o que la de Péter Nádas, Magda Szabó y Péter Esterházy, por nombrar otros escritores que gozan de enorme reconocimiento crítico.
En esta línea camina László Krasznahorkai, ganador el 2015 del Man Booker Prize y candidato al Nobel. Quizá sea el más original y también difícil de los narradores húngaros, con sus frases serpenteantes, que avanzan y retroceden, donde no hay punto aparte durante varias páginas.
Tango satánico, su primera obra, narra el ocaso de una comunidad rural que espera la llegada de Irimiás, un sujeto misterioso, que algunos incluso daban por muerto, en el que todos han depositado sus esperanzas para salir de la ruina. La novela tiene algo de delirio alcohólico y también de revelación religiosa, por esa fe ciega en que alguien podrá salvarlos.
Un clima que comparte Guerra y guerra, donde un historiador descubre un manuscrito que cambia su vida para siempre, al extremo de que parte a Nueva York, con el fin de dar a conocer esa historia alucinante, en la que cuatro hombres son trasladados en el tiempo y el espacio para colocarlos "en algún lugar que prometiera la paz". Pero después de la guerra no hay sino otra guerra, y es probable que el propio autor del manuscrito haya enloquecido al no ver salida y constatar que la civilización, todo lo que ha enorgullecido al ser humano, sería borrado por el impulso infatigable de dominio y destrucción.
A no engañarse: parecerá que Krasznahorkai reconstruye el pasado, pero en realidad está hablando del presente. Y lo hace de una forma aterradora y bella, igual que sus precursores: Dostoievski, Kafka y Beckett. Leerlo deja una huella profunda; es una experiencia que implica llegar al fondo de la soledad, la locura y la comicidad que esconde la tragedia.
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