Los independientes y la constituyente

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Por Jorge Gómez, Fundación para el Progreso

Uno de los discursos bajo los cuales se promovió el cambio constitucional refiere a la idea de tener una Carta escrita por la gente y no solo por los partidos políticos. Ahí subyace la apelación a los ciudadanos independientes, en tanto no militantes, que se hizo antes del plebiscito. Extrañamente, ya logrado el triunfo del Apruebo, los partidos políticos han entrado en una especie de repliegue respecto al espacio y rol que tendrían los independientes en el proceso. No solo no han abordado el problema de las barreras de entrada para independientes, sino que, en algunos casos, incluso han comenzado a plantear ideas que contradicen los criterios más esenciales de la democracia, como la capacidad de discernimiento que se presume para cada ciudadano. Así, por ejemplo, en una clara muestra de desconfianza respecto a la gente, el diputado Gabriel Boric planteó la necesidad de verificar sus ideas. Lo propuesto por el diputado más que democrático es claramente corporativista, pues lo verificable se cumpliría si existe un “compromiso social y trabajo territorial”. Algo similar planteó el abogado Jaime Bassa al aludir a que lo que se debe considerar no es la condición de independiente, sino que la “militancia social” de las personas. Vaya a saber uno que es eso.

Resulta extraño que, frente a los resultados del plebiscito, por un lado, se aplauda la decisión de los electores y a la vez se pongan dudas respecto al criterio y capacidad de los propios ciudadanos a la hora de discutir los asuntos constitucionales. Estos reparos reflejan una clara desconfianza respecto a un elemento esencial de la democracia que es el pluralismo. Pero, además, denotan una clara disposición a establecer a priori los criterios desde los cuales se debe discutir una nueva Constitución. Es decir, hay una disposición no solo hegemónica sino claramente autoritaria. ¿Serán los independientes un lastre para las pretensiones de algunos de alzarse como los únicos capaces de establecer el estado de excepción?

Claramente, ser independiente no es una prueba de virtud, como tampoco lo es ser militante de un partido o tener una militancia social, sea lo que sea eso. Tampoco es una muestra de indiferencia o ausencia de ideas. Una persona independiente puede tener ideas claras respecto a diversos asuntos, pero, además, puede tener un pensamiento crítico más desarrollado que un militante disciplinado bajo una ideología férrea o cooptado por lógicas clientelares. En ese sentido, ¿qué criterio o competencias se requieren para participar en una convención constitucional? ¿Qué se espera de los constituyentes en ese sentido? ¿Qué discutan razonablemente o que sigan las directrices de dirigentes partidarios o de grupos de interés?

En relación con lo anterior, no se trata de invalidar a los partidos en favor de los independientes, puesto que una democracia no puede prescindir de la representatividad y de la posibilidad de organizarse en diversos partidos políticos. Los partidos políticos son esenciales en una democracia y este proceso constitucional requiere de su buen funcionamiento. Se trata de comprender por qué razón se cuestiona la presencia de independientes en un proceso que es abierto a la ciudadanía.

En ese sentido, se puede presumir que la desconfianza respecto a los independientes parece responder a la pretensión de una homogeneidad ideológica que, sin embargo, desconoce la diversidad de la sociedad chilena y la pluralidad que una discusión constitucional debe tener. Es, además, una clara muestra de un elitismo de viejo corte, donde quienes no dudan en apelar a la ciudadanía o al pueblo para mostrarse como sus redentores, luego quieren someterlo a evaluaciones para verificar su concordancia ideológica con sus propias posturas a las cuales presumen verdades reveladas. Esta pretensión abre la puerta a quienes asumen que algunos, los dirigentes, pueden oficiar de santos inquisidores definiendo los equilibrios entre la diversidad de opiniones en la sociedad, lo que muchas veces ha terminado en la supresión brutal de las disidencias bajo autoritarismos de diverso tipo. Así, no es raro que se presuma que ciertas organizaciones (las ajustadas a las verificaciones que exige Boric por ejemplo) reflejan todas las opiniones de la ciudadanía. Detrás de aquello se esconde la vieja apelación a consejos populares que, en el fondo, responden más a criterios corporativistas que a criterios democráticos.

Hay que recordar que, como decía Claude Lefort, la democracia es un espacio inconquistable. Un triunfo electoral no hace dueños de la democracia a los vencedores, menos a una parte. El plebiscito y su resultado no ha dirimido nada respecto a la discusión y deliberación en torno a la Constitución, la ha iniciado. Sí nos impele a vindicar la razón pública como medio y base de la vida democrática y a ser coherentes con una ética argumentativa. Porque el proceso constitucional no es una disputa por el poder. O idealmente no debería ser visto de esa forma, entre otras cosas porque compete a los ciudadanos y ciudadanas en general. Sean militantes o no, sean ricos o pobres, sean ateos o creyentes, sean abogados o no.

Pero claro, si el proceso constitucional se visualiza como una forma de hacerse del poder (y no de regularlo y colocarle contrapesos entre una pluralidad de voluntades) e incluso como una especie de revanchismo, es evidente que los independientes, eventualmente indomables, no sean bien vistos por algunos, sobre todo por aquellos que ya plantean aplicarles pruebas de pureza ideológica y conciencia social a los ciudadanos. Hay que tener ojo, porque las verificaciones, la exigencia de militancia social o el imponer programas básicos, son sutiles formas de negar el pluralismo de la propia democracia.