Los padrinos de la violencia
Por Sergio Muñoz Riveros, analista político
Luego de la quema de la estatua del general Baquedano el 5 de marzo, Sergio Grez Toso, historiador de la U. de Chile, dijo en la radio de esa institución que mucha gente cuestiona la Guerra del Pacífico y la pacificación de La Araucanía, además de las guerras civiles de 1851 y 1859, pero que más allá de la participación de Baquedano en esos conflictos, “hay un cuestionamiento de la idea y de la historia del Estado Nación de Chile, centralista, homogeneizador, excluyente, con conducción oligárquica la mayor parte del tiempo, y de sus símbolos. Hay un cuestionamiento de las historias oficiales hegemónicas de los textos escolares y los grandes medios de comunicación de masas. Eso es lo que está detrás de las acciones contra el monumento a Baquedano”.
Suena como un intento de racionalizar lo irracional. Pero también como sarcasmo hacia quienes han sufrido la violencia, el pillaje y la agresión directa en la zona de Plaza Baquedano desde octubre de 2019. Lo visto allí y en otras partes, explica Grez, ha buscado “resignificar personajes, símbolos y períodos”. Algo así como un proyecto historiográfico con métodos un poco drásticos. Ahí están los ejemplos de “resignificación” de las estaciones quemadas del Metro, el saqueo de supermercados, los asaltos a iglesias, en fin, todas las formas de devastación sistemática.
Grez afirmó que “el hecho de quemar una estatua tiene una dimensión simbólica, porque el fuego se supone es un elemento purificador que puede ser utilizado en sentidos distintos y contradictorios, pero puede constituirse como un rito emancipador, liberador”. Pongamos atención, pues. Deberíamos reconocer y agradecer el rito emancipador. ¡Los violentos en realidad quieren liberarnos!
Se entiende mejor el papel jugado por ciertos académicos en el extravío de muchos jóvenes. En estado de éxtasis ante la posibilidad de materializar, por fin, la soñada toma del poder por los revolucionarios, han dado soporte ideológico al frenesí, sin mayor preocupación por converger con los delincuentes. Esos académicos, en todo caso, se han cuidado de observar la marcha de la historia desde un lugar protegido. Su propio pellejo no ha estado en riesgo. Tampoco el sueldo que les paga el Estado Nación.
En una sociedad abierta como la nuestra, la historia es un campo de legítima controversia. Ningún relato puede considerarse inexpugnable al libre escrutinio. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la validación de los desmanes? ¿Acaso la libertad de cátedra está al margen de la lealtad con el pacto de civilización que es la democracia? Cómo no van a saber los historiadores que la purificación por las llamas está asociada al fanatismo y la barbarie de todas las épocas.
Lo mínimo que cabe pedir a los académicos es que ayuden a los jóvenes a distinguir entre sociedad y selva, a entender que el desvarío y la violencia son el camino hacia las peores penurias colectivas.