Los peligros de la antipolítica

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Por Rodrigo Mayorga, director Momento Constituyente

Inscritas ya las listas de candidatos y candidatas a constituyentes, una de las reacciones más esperables es la crítica a exparlamentarios, ministros y, en general, cualquier político o política “profesional” que forme parte de estas. Criticar a un candidato es sin duda legítimo en democracia; lo complejo es cuando el cuestionamiento a un político particular se traspasa luego a los políticos en general y, rápidamente, pone en entredicho a la política como esfera de acción. Esto es lo que ha ocurrido con las candidaturas de este tipo que han surgido desde el pasado 26 de octubre: sus detractores han apuntado menos a las ventajas electorales que una exautoridad tendrá siempre sobre un ciudadano de a pie o al historial concreto del o la candidata –cuestionamientos ciertamente legítimos– y mucho más a que estas candidaturas reflejarían que “los partidos” y “los políticos” buscan apoderarse del proceso constituyente. La desconfianza extrema hacia la política formal, aunque comprensible en el caso chileno, no deja de ser peligrosa por lo fácil que puede derivar en una antipolítica.

El primer uso conocido del concepto “antipolítica” data de mediados del siglo XIX. No es de extrañar que así sea: para existir, la antipolítica requiere que la sociedad sea capaz de cuestionar, desconfiar y desencantarse del sistema político formal, y ello solo es posible en una democracia. El cuestionar cómo funciona un sistema político no es negativo –todo lo contrario, ha sido causa de grandes avances democráticos–, pero el desencanto extremo conlleva riesgos importantes. El más grave y más común, es la facilidad con la que liderazgos populistas y autoritarios utilizan este discurso antipolítico para presentarse no como opciones políticas diferentes, sino como alternativas distintas a la política en sí. De ahí a que estos liderazgos accedan al poder hay un solo paso, como los casos de Donald Trump y Jair Bolsonaro han demostrado en los últimos años. Chile posee también su tradición de antipolítica. Ella permitió al ex dictador Carlos Ibáñez Del Campo llegar a ser electo presidente de Chile en 1952 –con su escoba con la que barrería a “los políticos”– y fue pilar central de la dictadura militar de Augusto Pinochet, además de reforzada por el modelo neoliberal que esta implementó.

Creer que los procesos sociales iniciados en octubre del 2019 han derrotado del todo a esta antipolítica es hacer caso omiso de la fuerza con que se ha enraizado durante las últimas cuatro décadas de nuestra historia nacional. Es también ignorar lo fácil que nos es caer en ella, incluso cuando creemos estar siendo críticos y despiertos.

¿Significa esto que no podemos cuestionar a los políticos, pues con ello contribuiríamos a reforzar esta situación? Afirmar algo así significaría estar atrapados entre el Escila de la antipolítica y el Caribdis de vaciar la política de la acción ciudadana. No es, por cierto, lo que aquí propongo. El cuestionamiento a “los políticos” es válido y necesario, pero solo será productivo si va acompañada de acciones concretas que refuercen a su vez “la política”. Ello requerirá dar pasos más allá de la simple crítica, y si bien los más de 380.000 patrocinios para precandidatos independientes son una señal esperanzadora al respecto, no basta con ello. Entender nuestro rol político como ciudadanas y ciudadanos implica dejar de limitarlo a un voto o una firma: supone organizar campañas, hacer trabajo territorial, participar en organizaciones ciudadanas y levantar proyectos colectivos. El actual proceso constituyente no solo nos presenta la oportunidad histórica de redactar una nueva Constitución, sino también la de reapropiarnos de esa política a la que tendemos a responsabilizar de todos nuestros males. Cambiar nuestra relación con ella, entendiéndola como esfera de acción y responsabilidad ciudadana, será una de las claves para que nuestro despertar colectivo produzca efectivamente más democracia y dignidad.

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