Lugares que no importan
Por Pedro Fierro, Fundación P!ensa y Universidad Adolfo Ibáñez; y Patricio Aroca, Universidad Adolfo Ibáñez
Durante las últimas semanas -y sobre todo a propósito de la votación del 10%-, la palabra “populismo” se ha vuelto protagonista del foro público. Sin embargo, varios han denunciado una serie de equívocos en su uso que impedirían comprender adecuadamente la situación que vivimos. Esto es particularmente interesante, pues no deja de ser cierto que la etiqueta populista esconde una primera dificultad lingüística. Como si olvidáramos que en nuestro bello castellano existe también la demagogia, la irresponsabilidad, la vulgaridad y la ordinariez (en su sentido más despectivo). Al parecer, para muchos actores todo sería “populismo”.
La dificultad, sin embargo, es que la sola definición de populismo -entendido como aquella ideología débil que disocia al pueblo virtuoso de la élite corrupta- no alcanza para arrancar de esos equívocos que han sido denunciados. En parte, el uso indiscriminado del concepto descansa no solo en una negligencia frente a su contenido, sino que también en una despreocupación por sus causas. Por lo mismo, el discurso anti populista suele enfocarse en lo estético, evitando la tarea de dar una explicación plausible al fenómeno. Esto es esencial. Como han sostenido algunos autores, populismo no es mero anti-elitismo. Si lo fuera, en nada se diferenciaría del propio elitismo. La narrativa populista, entonces, requiere un esfuerzo de comprensión un tanto mayor, que nos permita dilucidar los elementos económicos, sociales e históricos que le anteceden.
Sin pretender reducir este importante desafío -probablemente uno de los más relevantes que viven las democracias occidentales-, el caso chileno presenta ciertas particularidades interesantes de considerar. Pese a que nos hemos caracterizado por contar con indicadores de gobernanza robustos -al menos dentro del vecindario-, también es cierto que hemos convivido con esa permanente disyuntiva entre crecimiento y desigualdad. Mientras el primero se ha llevado toda la atención, el segundo no ha sido considerado un desafío por parte importante del espectro político. Muy preocupados por “agrandar la torta”, olvidamos que las inequidades producen resentimiento, desconfianza y frustración. Y aunque como país nos enfrentamos de golpe a esa realidad el pasado octubre, hemos olvidado que las desigualdades e injusticias no se manifiestan solo entre personas, sino que también entre territorios.
Hace solo algunas semanas, Andrés Rodríguez-Pose (académico del LSE) publicó un artículo sobre populismo y los “lugares que no importan”. Enfocado en la experiencia europea, el autor sostiene que el voto “antisistema” estaría relacionado con el declive de territorios que tuvieron -antaño- tiempos mejores, pero que hoy sufren el abandono. No habla de lugares pobres ni ricos -los cuales suelen atraer la inversión-, sino que de zonas olvidadas.
La tesis del profesor Rodríguez-Pose es particularmente interesante en nuestro contexto. Al hablar de las raíces del malestar solemos recordar las masivas movilizaciones estudiantiles del 2011, pero olvidamos que el primer gobierno de Sebastián Piñera también debió enfrentar los conflictos de Punta Arenas, Aysén, Freirina, Copiapó y Chiloé. En todos ellos, el detonante fue el mismo: la sensación de abandono de ciudadanos que se han sentido por años territorialmente olvidados. Chilenos que han vivido los problemas propios de aquellos lugares que no importan.
El incipiente discurso anti populista en Chile parece pecar de muchos problemas. Varios de ellos han sido denunciados con fuerza. Sin embargo, urge conocer y distinguir algunos de los elementos que subyacen al fenómeno que se critica. Es evidente que las causas que nos han llevado a una disociación exacerbada entre el pueblo y sus instituciones son tan variadas como complejas. Sin embargo, debemos asumir que difícilmente podrán ser entendidas prescindiendo del territorio.