Mantener la bicameralidad, pero abrirse a su revisión
El estrecho resultado con que la comisión de Sistema Político de la Convención Constitucional descartó mantener la opción bicameral -13 votos en contra y 12 a favor-, y en cambio favorecer la unicameralidad anticipa que este será un debate particularmente intenso cuando llegue el momento de debatirlo en el pleno.
La alternativa unicameral ha sido impulsada especialmente por sectores del Frente Amplio, el Partido Comunista y movimientos sociales, mientras que en favor de mantener el actual sistema, compuesto por la Cámara Baja y el Senado, han estado el colectivo socialista, así como representantes de Chile Vamos e independientes. Es decidor que la iniciativa de norma popular que más respaldos obtuvo -un total de 27 mil firmas- fue justamente aquella que buscaba en lo grueso mantener el sistema bicameral, pero la comisión también rechazó esta propuesta, apenas por un voto de diferencia.
Ahora que el país se encuentra revisando todo su sistema institucional, en el marco del proceso constituyente que la ciudadanía validó por amplia mayoría, un asunto crucial será establecer qué tipo de régimen político regirá -hay amplia inclinación en mantener el presidencialismo, si bien se difiere respecto de las atribuciones que mantendrá el Jefe de Estado-, así como la naturaleza del futuro Congreso. En ese orden de cosas, hay buenas razones para seguir manteniendo el actual sistema bicameral, sin perjuicio de que pueda revisarse el rol que estará llamado a jugar el Senado, donde es factible abrirse a evaluar roles o funciones distintos de los que hoy desempeña.
En el mundo hay del orden de 80 países que actualmente cuentan con sistemas bicamerales -entre ellos potencias como Estados Unidos o Francia-, pero se pueden encontrar variados ejemplos tanto en las funciones que la Cámara Alta está llamada a desempeñar, así como en su composición. No hay, por lo tanto, un sistema bicameral “óptimo”, sino que cada uno responde a la tradición o las circunstancias propias de cada país. Están los ejemplos donde el Senado juega un rol de revisión en el proceso legislativo, haciendo de contraparte de la Cámara Baja; los senados también pueden buscar reflejar representaciones territoriales, caso en el que el sistema electoral privilegia unidades territoriales más amplias que la Cámara Baja, o bien entregar representación a minorías o por origen étnico.
En Chile la bicameralidad existe desde casi los albores de la República, y aunque la mera tradición no debería ser una razón per se para mantener esa estructura -tampoco debería serlo el cambio por el solo afán de cambiar-, este modelo se ha enraizado bien en la cultura política chilena; cabría entonces para efectos de justificar el cambio interrogarse si pese a formar parte de la tradición, en los hechos la existencia de un Senado cumple las objeciones que típicamente se formulan al sistema bicameral.
Los impulsores de la unicameralidad argumentan que no tiene sentido mantener dos cámaras con atribuciones casi simétricas, pues ello redunda en duplicar las funciones -con el consecuente derroche de tiempo y recursos-, así como un proceso legislativo más lento y engorroso; hay quienes perciben que la diversidad y composición de la Cámara de Diputados refleja mejor el ciclo político del país, por lo que sus decisiones deberían entenderse suficientemente representativas, no siendo necesaria -incluso hasta contraproducente- la revisión que hace el Senado.
Un vistazo a lo que ha sido la realidad del país permite apreciar que el entrampamiento de algunas reformas se debe más bien a la ausencia de mayorías políticas suficientes, antes que a una dilación innecesaria o redundante por parte del Senado. Antes bien, la existencia de una cámara revisora se ha probado fundamental para efectos de una mejor reflexión de las leyes, y aunque ello no es garantía a todo evento de la excelencia legislativa -en los últimos años la pulsión populista ha llevado al Congreso a impulsar leyes abiertamente inconstitucionales o defectuosas-, el papel revisor fue fundamental, por ejemplo, para impedir que avanzaran proyectos nocivos como la expropiación de fondos a las compañías que ofrecen rentas vitalicias -en el marco de la tramitación del fallido “cuarto retiro”-, o ahora con las fundadas objeciones que los senadores han formulado al proyecto de indulto para los “presos de la revuelta”.
El que la Cámara Alta actúe como jurado frente a las acusaciones constitucionales que privativamente ejerce la Cámara de Diputadas y Diputados también es un sano resguardo para que mandatarios, ministros de Estado y jueces de la Corte Suprema -entre otros altos funcionarios- no queden a merced de los vaivenes políticos. En este orden de cosas, también parece ser un hecho que, al existir una sola cámara, en la medida que el mandatario y la mayoría de la cámara sean del mismo signo hay un riesgo de concentración del poder, lo que abre espacio para gobiernos refundacionales, cualquiera sea su signo político. Y hay estudios que muestran que bajo el unicameralismo, las regiones podrían perder aún más representación, lo que va en contra de la noción de desconcentrar el poder.
Es evidente que mientras más contrapesos existan al interior de una democracia, de tal manera que ninguna entidad concentre excesivo poder y sus actuaciones puedan ser objeto de chequeos, hay más posibilidades de robustecerla, y lograr un mejor funcionamiento de las instituciones, una máxima que los convencionales deberían tener presente a la hora del futuro diseño institucional, así como procurar que todas sus partes mantengan una indispensable coherencia. En tal sentido, la experiencia sugiere que los sistemas bicamerales son más propios de regímenes presidenciales o de sistemas federales, mientras que la unicameralidad es más frecuente en sistemas semipresidenciales o parlamentarios, esta última opción al parecer ya sin chance en la Convención.
Lo anteriormente expuesto no debe llevar a cerrar la puerta para evaluar opciones que, manteniendo la bicameralidad, perfeccionen el sistema. Allí cabe evaluar, por ejemplo, reservar el control legislativo del Senado para proyectos que toquen materias estratégicas para el país -lo relativo a la defensa nacional, o cambios en derechos fundamentales establecidos en la Constitución, por nombrar algunas-, o aprovechar la Cámara Alta para reforzar la representación de grupos sociales o de zonas territoriales extremas.
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