Materias de Constitución, materias de ley
Por Domingo Lovera, profesor de Derecho UDP
La Convención avanza en la aprobación de las normas que contendrá la propuesta de Constitución que se nos ofrecerá para ratificación popular durante la segunda parte de este año. Y lo hace a partir de los informes que las diferentes comisiones le ofrecen al Pleno. Muchos de esos informes son generosos en propuestas de artículos. Pero el Pleno, con todo, solo ha aprobado a la fecha un puñado de estos.
Una de las discusiones que se ha trabado a partir de los informes de las comisiones —aunque esto es algo que también se ha reclamado respecto de los artículos ya aprobados— es que muchas de las cuestiones que se propone sumar a la nueva Constitución no deberían estar allí, sino que ser dejadas a la ley.
Es innegable que el reclamo descansa en una cierta experiencia —tanto nacional como comparada— que permite advertir que las constituciones suelen incorporar un cierto tipo de asuntos, dejando otros, así como el detalle de los incluidos, efectivamente a la ley (reglamentos y otras fuentes). Por eso, es un lugar común, de los buenos, el que suela decirse, aunque esto aún a un nivel muy general, que las constituciones —las decisiones políticas fundamentales de un Estado— distribuyen poder, reconocen derechos y organizan la forma en que se ejerce ese poder. Todo lo demás debiera quedar en manos de la ley.
Sin negar esta experiencia —¿quién podría hacerlo?—, me interesa advertir que quienes alzan la voz en los términos que acabo de explicar —esto es, que hay materias que la Convención no debiera incluir en la propuesta de nueva Constitución porque no son asuntos constitucionales— pasan por alto que se trata de una frontera entre asuntos constitucionales y asuntos legales, trazada por una historia humana que responde a necesidades, anhelos y (no hay razón para negarlas) buenas razones, también. En efecto, este reclamo conforme al que se estaría sobrepasando un límite entre asuntos que sí deben ser incorporados en la Constitución y otros que no, parece pasar por alto que esa experiencia que miramos descansa, justamente, en una cierta práctica humana. Y que, por lo mismo, se trata de una línea que, incluso si estuviera perfectamente delineada (¡y no lo está!), puede moverse más acá o más allá.
La Constitución de los Estados Unidos de América —que suele ser alabada por su brevedad—, por ejemplo, dispone que el Congreso Federal tendrá atribuciones para regular las oficinas y rutas de correos. ¿Es esta una materia constitucional? Probablemente hoy diríamos que no. La misma regulación constitucional de 1980 no reserva expresión alguna para el sistema de correos y es posible que tampoco lo haga ninguno de los artículos propuestos por las diferentes comisiones de la Convención Constitucional. ¿Pero lo era en 1788? Aparentemente sí. Así lo señaló la Corte Suprema de Estados Unidos, cuando enseñó que “[a] principios del siglo XVIII, los servicios de correo se convirtieron en una función soberana en casi todas las naciones, porque se consideraban una necesidad soberana” (USPS v. Council of Greenburgh Civic Assns.) En efecto, dejando esa atribución en manos del Congreso, así como su control en las de una agencia independiente, pero estatal, se buscaba acuñar fondos para la naciente república.
Como se observa, las cuestiones constitucionales están atadas a la experiencia, demandas, necesidades y épocas de los pueblos que se las dan. Es posible que aquellos asuntos que algunas voces reclaman que no deberían estar en la Constitución sean hoy, en cambio —como las oficinas de correos en el siglo XVIII en Estados Unidos— asuntos que bien merecen ser incorporados. Este tipo de fenómenos no es extraño. En los momentos constituyentes los diferentes conceptos en torno a los que giran nuestros acuerdos constitucionales (y jurídicos) son tensionados, debatidos y puestos en cuestión, junto con toda nuestras experiencias y los polos que miramos como inamovibles.
Por supuesto, nada de lo dicho proscribe la posibilidad de reclamar que ciertos asuntos no merecen estar en la Constitución. Pero haríamos bien, antes que echar mano a una supuesta frontera que está lejos de ser exacta y estar claramente definida, que ofreciéramos las razones por las que ello es o no conveniente. Sin esas razones a la vista, el reclamo —”¡esas no son materias de una Constitución!”— puede terminar siendo nada más que un slogan vacío que, de gobernar el resultado de la nueva Carta Fundamental, podría desatender el corazón de los reclamos de la sociedad, las necesidades de una época y las urgencias del momento.