Metas cómodas, ciudadanos insatisfechos
Durante más de tres décadas, el gasto público en Chile ha crecido de manera sostenida. En paralelo, también lo ha hecho el escepticismo sobre su efectividad. A pesar de que entre 1990 y 2023 se ha sextuplicado el desembolso fiscal, persiste la sensación de que ese esfuerzo no se ha traducido en mejoras palpables en la calidad de los servicios que entrega el Estado.
El desempeño del sector público se monitorea, como es esperable, mediante indicadores, los que están asociados a los objetivos estratégicos de cada servicio. En 2022, más de 170 instituciones formulaban casi 800 indicadores de desempeño. Más del 70% de estos parámetros corresponden a indicadores de producto: cuántos libros se entregaron, cuántas raciones alimenticias se sirvieron, cuántas pensiones se pagaron. Alrededor de un 20% refieren a resultados: cuánto aprendieron efectivamente los niños, o cuántas personas consiguieron empleo después de un proceso de capacitación.
Sorprendentemente, con la única excepción del año 2020 debido a la pandemia, entre 2015 y 2022, el promedio de cumplimiento superó consistentemente el 90%. Más aún, en 2022, un 72% de los indicadores registraron niveles de cumplimiento iguales o superiores al 100%, llegando incluso al 120%. Parecen buenas noticias, pero hay algo que no cuadra entre este alto desempeño declarado y lo que percibimos los ciudadanos al interactuar con el Estado. Según la Medición de Satisfacción Usuaria del mismo año, entre un 37% y un 40% de las personas no se declararon satisfechas con los servicios públicos, o bien entregaron una evaluación neutra o negativa.
Hay al menos tres factores que ayudan a entender esta brecha entre indicadores y percepción. Por un lado, existen asimetrías de información. Tanto la Dirección de Presupuestos como la División de Coordinación Interministerial, a cargo del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, y otras unidades del centro de gobierno, no son capaces de entender en detalle los cien o más indicadores que tiene el Ministerio de Vivienda y Urbanismo, o el Ministerio del Interior y Seguridad Pública, por mencionar algunas entidades públicas. Es imposible para ellos saber cuán desafiantes y cuán bien formulados están estos indicadores y sus metas. En segundo lugar, también ocurre lo que en la literatura se denomina gaming, o manipulación oportunista de indicadores. Esto apunta a que los indicadores se fijan de acuerdo a metas poco exigentes, con un alto grado de certeza de que serán alcanzadas. Finalmente, y vinculado a lo anterior, es posible que los indicadores no apunten a los objetivos estratégicos esenciales de cada servicio.
Afortunadamente, hace algunas semanas la Dipres dio a conocer una nueva publicación que se enfoca en el avance efectivo de los objetivos propuestos por los servicios, dejando atrás la mirada autocomplaciente. Más allá del mero cumplimiento, en este documento se analiza cuántos de los indicadores entre 2021 y 2022 se mantienen, mejoran o empeoran. La conclusión es reveladora: un 61% se mantuvo igual o mostró un deterioro respecto al año anterior, afectando a una proporción significativa de los ministerios evaluados.
En un contexto de austeridad y restricción fiscal, resulta especialmente valioso avanzar hacia una medición más rigurosa y exigente del desempeño de los servicios públicos. La información generada por estos indicadores, junto con el monitoreo de los programas sociales, constituye una herramienta clave para orientar decisiones de reasignación de recursos y focalizar el gasto donde más se necesita. Pero para que esa herramienta tenga valor, debemos ser capaces de mirar más allá de las cifras cómodas. No se trata solo de cumplir metas, sino de que esas metas realmente impacten en la calidad de vida de las personas. En tiempos donde el Estado está llamado a hacer más con menos, no podemos darnos el lujo de engañarnos a nosotros mismos.
Por Ignacio Irarrázaval, Centro de Políticas Públicas UC
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