Mi amistad con Sergei Lavrov
Por Cristián Maquieira, exrepresentante permanente alterno de Chile ante Naciones Unidas
Hay amistades que son de toda la vida, otras que pueden ser tóxicas y algunas inexplicables, pero tienen un ingrediente común, no están por encima de todo. Es lo que me ocurre con Sergei Lavrov. Nos conocemos hace 35 años, pero su complicidad en la guerra de agresión contra Ucrania es vergonzosa y me provoca un rechazo profundo. Pensé, que como una de sus mayores preocupaciones es su reputación y prestigio, podría haber renunciado al cargo antes de ser partícipe de la aberración cometida por Putin. Tal vez nunca estuvo en sus planes hacerlo porque Lavrov es, en última instancia, un burócrata.
Por ello, debe haber sido devastador enterarse que la Universidad de Tromso, en Noruega, merecidamente le rescindió el doctorado Honoris Causa por su papel en el conflicto ucraniano. Ningún canciller ruso ha sufrido, como él, la ignominia que cientos de delegados que asistían a una conferencia en la ONU hicieran abandono de la sala en cuanto le dieron la palabra.
Conocí a “otro” Lavrov en Naciones Unidas. Él era diplomático de la URSS y yo representaba al gobierno de Chile, en un período de gran beligerancia entre los dos países. Coincidimos como delegados en el Consejo Económico y Social. Un día quiso saber la posición del Grupo Latinoamericano en una materia y me habló por primera vez. En organismos internacionales es necesario, en ocasiones, prescindir de las diferencias bilaterales cuando ambos países tienen intereses convergentes como los había en este caso. Conversamos por largo rato, y ese fue el inicio de una relación que se transformó en una amistad.
Podía ser irónico. A poco andar me invitó a tomar un café en el salón de delegados y le pregunté si no tendría problemas de verse en público conmigo y me respondió: “Por lo que sé de tu General, tú vas a tener muchos más problemas que yo”.
Lavrov es un hombre alto, elegante, gran fumador, con sentido del humor y políglota. Muy deportista, jugaba bien al fútbol y los sábados organizaba partidos entre delegados en Roosevelt Island a los que me invitaba. Mientras duró el gobierno militar me ponía de arquero en el equipo contrario al suyo. Según me decía socarronamente, era su manera de meterle goles a Pinochet. Lo que se sabe poco es que su gran pasión es el rafting y en varias oportunidades tratamos de organizar expediciones al Río Trancura en Pucón, las que nunca se concretaron.
A veces almorzábamos en Naciones Unidas donde la conversación mezclaba temas de trabajo con asuntos personales. Así me hablaba de su única hija, Ekaterina, estudiante de Columbia University y su preocupación por que ella estaba perdiendo el conocimiento del idioma ruso.
Para celebrar el fin de la Asamblea General venían a mi departamento colegas, amigos y corresponsales de prensa. Lavrov llegaba siempre con una botella de vodka Beluga. No dejó de asistir una sola vez a estos encuentros, aunque por años él era el único embajador presente. Era el primero en llegar y el último en irse.
Cuando coincidimos en el Consejo de Seguridad su ayuda fue valiosa y desinteresada pues fuera de apuntarme en la dirección correcta en un órgano que puede ser enmarañado, me contaba de las reuniones que tenían los cinco miembros permanentes y en más de una ocasión me pasó en secreto los borradores de proyectos de resolución.
Cuando me tocó regresar a Chile en 2005 me invitó a almorzar al Spark´s Steakhouse, donde hicimos recuerdos de nuestros tiempos juntos y nos despedimos cariñosamente.
En el año 2007, en Sydney, Australia, durante una reunión de APEC, mientras conversaba en el Opera House con el ministro Alejandro Foxley y otros funcionarios chilenos, oí a mis espaldas “Cristian, supongo que todavía fumas”. Era Lavrov. Nos fuimos a la terraza y conversamos, cigarrillo en mano, casi cuarenta minutos hasta que llegó una funcionaria australiana muy nerviosa y le dijo: “Ministro, lo estamos esperando a Ud. para iniciar la cena”.
Fue la última vez que lo vi.