Nombramientos supremos
Por Rodrigo Correa G., profesor Universidad Adolfo Ibáñez
Los nombramientos de ministros de la Corte Suprema se han vuelto un embrollo político. El problema tiene raíces más profundas que un defectuoso mecanismo de designación. Se trata de seleccionar a las personas idóneas para servir en la Corte. ¿Quiénes son esas personas?
Cualquiera sean las virtudes que deba reunir un ministro de Corte, su habilidad para resolver conforme a derecho asuntos complejos ocupa un lugar principal. El modo más seguro para determinar si un candidato tiene esa habilidad es mediante el examen de sus sentencias. La pretensión de que con ello se compromete la independencia judicial es por eso absurda.
¿Qué se evalúa en las sentencias dictadas por el candidato? Los políticos, que deciden los nombramientos, atienden a aquellas sentencias que tocan a sus intereses y juzgan al candidato según estén o no alineadas con ellos. Este criterio es doblemente impropio. La libertad de los ciudadanos requiere de jueces dispuestos a hacer cumplir la ley aun en contra del sentir popular en un caso particular. Eso justifica que los jueces gocen de inamovilidad. Lo impopular de una sentencia mal puede ser un criterio adecuado para elegir a jueces que sean genuina garantía de libertad. Por otra parte, la resolución dada por un juez a un par de casos bullados suele ser un pésimo indicio de cómo resolverá en el futuro. Los senadores harían bien en evaluar el alto grado en que sus pronósticos han resultado fallidos.
Las sentencias ilustran hasta qué punto un candidato tiene la habilidad para resolver conforme a derecho. Pero para extraer de ellas esa información deben examinarse bajo un juicio profesional, que no cabe esperar de quienes hacen los nombramientos, pero sí de profesionales del derecho. Aquí reside sin embargo el corazón del problema. La abogacía y las universidades no tienen influencia en las designaciones judiciales. Esto se debe a que ni siquiera entre los juristas existe hoy un consenso de lo que signifique resolver conforme a derecho. Muchos piensan livianamente que es sinónimo de dictar una sentencia justa, sin advertir que cada cual tiene su noción de lo justo. No hay, por tanto, una noción profesional de lo que es un buen ministro de la Corte, que tenga peso suficiente como para imponerse por sobre el superficial juicio político partidista. Se comprende así también porqué se ha vuelto frecuente que los tribunales superiores de justicia dicten sentencias que más que aplicar el derecho parecen desconocerlo o reformarlo. Lo hacen convencidos de estar cumpliendo con su deber de hacer justicia.
Este es un problema serio, con causas complejas, múltiples manifestaciones y difícil solución. Mientras no se reconozca que la ley es la institución mediante la cual la sociedad define para sí misma lo justo y que la función judicial consiste fundamentalmente en aplicar correctamente la ley, no habrá mecanismo de designación de jueces satisfactorio.