Columna de Óscar Contardo: Nosotros
"Hemos llegado a este fin de semana de otoño a intentar, nuevamente, construir un “nosotros”, uno más grande y más franco que nos acompañe el resto del largo viaje que aún resta, un “nosotros” que nos sirva para volver a encontrarnos, bajo otro cielo, con ese futuro que nos espera".
Hasta hace tan solo dos años la historia parecía ser una recta, una carretera en una pampa de clima templado, un tren en marcha sobre la llanura hacia un espejismo. Desde hacía mucho habíamos decidido mantener los rigores del pasado como piezas de un museo y tratar los descontentos como se hace con los excéntricos o los insensatos; disimular las discrepancias y hacer de la palabra sensatez una fusta de cuero que se azota contra la mesa cada vez que alguien planteaba la necesidad de cambios. Lo sensato era la permanencia, lo inalterable, la rigidez de una estatua, un crédito de interés desmedido, una estafa sin culpables, un vagón repleto de gente triste en la madrugada, la humillación en los programas de farándula, un plan de salud que no considera los úteros, un parlamentario corrupto esperando instrucciones de una gran empresa, un anciano de uniforme que tose mientras barre el parque, una niña asfixiada por sus cuidadores; pueblos sin agua o respirando veneno, pescadores navegando sobre un mar inerte. Lo normal era silenciar las preguntas y esquivar las respuestas. Lo habitual era el disimulo de la mugre, porque no podíamos ser malagradecidos: habíamos prosperado, ya no éramos el país paupérrimo en el que malvivieron nuestros antepasados, ahora éramos otra cosa. No sabíamos muy bien qué, pero algo distinto.
La vida misma había sido trozada en temas que, aparentemente, no tenían conexión. La pobreza misma era una bestia desmembrada sobre la moqueta gris de un despacho ministerial, y archivada en distintas carpetas: había algo llamado niñez, otra cosa llamada vejez, y asuntos como la educación, salud, previsión, transporte y seguridad. Distintas partes de un mismo organismo vivo arrojado a los márgenes, como se hace con lo que estorba. Mientras tanto, las autoridades y expertos se complacían en explicar que ya no vivíamos simplemente, sino que jugábamos un partido perpetuo en una cancha que sufría algún tipo de desnivel que debía ser reparado. Ellos iban a hacerlo, anunciaban. Lo principal era convencerse de que a cada quien le llegaría su turno de acercarse a la fortuna si se esforzaba al máximo. No éramos una comunidad, sino competidores en un campeonato sin fin.
Todo eso era lo apropiado, hasta que un día cualquiera dejó de serlo. Alguien reconoció la sombra de Pinochet una tarde mientras buscaba una manera de volver a casa deambulando por una ciudad colapsada. Alguien se cansó de esperar un turno que nunca llegó, a pesar de sus sacrificios. Alguien reflexionó que, tal vez, la primera persona plural que suele escucharse en los medios, que abunda en los salones, que hace eco en los discursos, fanfarronea en las entrevistas, no era más que el ensueño de un grupo minúsculo, un puñado de mesas en un bar, los comidillos de una parvada de amigos que se conocen y reconocen en su éxito amplificado por su propia satisfacción de triunfadores en la hora de la abundancia y desmemoriado a la hora de la verdad. Ocurrió que, parafraseando a Annie Ernaux en su novela Los años, repentinamente estábamos mutando sin conocer nuestra nueva forma. Lo único que existía como certeza era la bitácora de un pasado reciente que nos indicaba dos cosas: que la dictadura fue un horror que nos dejó exhaustos y doloridos, y que la recuperación de la democracia fue un hito de épica compartida que el paso del tiempo había transformado en un galvano viejo y opaco guardado en un cajón que sólo se abría por curiosidad o nostalgia.
Todo lo que antes nos había servido de referencia perdía brillo frente a nuestros ojos, como si el tiempo se hubiera acelerado a propósito para pudrir las ideas, desgastar las creencias, cubrir de moho el rostro de los líderes y de hongos sus lenguas. Ya no había a quién admirar, era el momento de que la rabia buscara un escondite dentro de la burla.
Hace poco más de un año la historia tomó una ruta llena de curvas, un camino que ya no era esa pampa virtual rumbo a un desarrollo que nunca llegaba, sino un viaje a tientas en medio de una noche cerrada y fría a través de una geografía accidentada, un viaje en donde todo lo que habíamos dado por seguro corría peligro de esfumarse. Fueron jornadas en que recordamos lo que habíamos querido olvidar y volvimos a sentir el aliento de la ira doblar las esquinas. Con el estallido aprendimos a taparnos un ojo como señal de indignación, y con la pandemia, a cubrirnos la boca para esquivar la muerte. Un invierno escuchando las sirenas de ambulancia atravesar el silencio nocturno impuesto por el toque de queda. Tal como en otras épocas, fuimos testigos de que la verdad puede ser sacrificada en horario de alta audiencia sin que nadie se haga responsable. Pero a pesar de todo, hemos llegado a este fin de semana de otoño a intentar, nuevamente, construir un “nosotros”, uno más grande y más franco que nos acompañe el resto del largo viaje que aun resta, un “nosotros” que nos sirva para volver a encontrarnos, bajo otro cielo, con ese futuro que nos espera.
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