Opinión

Occidente agónico, Nietzsche y el imperio de los “hijos”

Foto: Jonnathan Oyarzún/Photosport JONNATHAN OYARZUN/PHOTOSPORT

La Unesco declaró hace poco el legado del filósofo Friedrich Nietzsche como Patrimonio Documental de la Humanidad. Quienes estudiamos su obra nos alegramos porque su monumentalidad trasciende fronteras disciplinares, geográficas o académicas y se enraíza en la vida con una vigencia estremecedora.

En 1883, Nietzsche anunció la “muerte de Dios”. Una idea que, no por blasfema, sino por su profundidad inagotable, fue visionaria. Lúcida especialmente para comprender la profunda crisis de sentido en que nos hallamos; una que toca no solo la pérdida de legitimidad de valores que solían moldear la vida individual y colectiva. La “muerte de Dios”, más que incitar a una rebeldía atea, denuncia la pérdida de confianza del sujeto moderno en un fundamento trascedente, en una autoridad última que, de una u otra forma, le proporcionaba un sustento metafísico al ordenamiento social. La “muerte de Dios” simboliza que no hay un “Dios padre”, ningún relato con autoridad moral sobre o bajo nuestras vidas capaz de proporcionarle un sostén metafísico, un garante ineludible, a las normas y regulaciones de nuestras vidas ni en lo público ni en lo privado.

Con la muerte del “gran padre” simbólico, sin embargo, surge el imperio de los “hijos”, pero de hijos “sin padres” (Carlos Peña), huérfanos de autoridad; más libres que nunca para la individuación, pero, a la vez y por lo mismo, sin obligación alguna para comprometerse con nada más que con lo que cada cual reconozca, para sí, como vinculante. Un ej. doloroso de hijo errante es Trump, quien con sus caprichos imperialistas da un golpe de muerte a Occidente, a la OTAN, (Paz Zárate) y, si no estaba ya muerta (Juan Pablo Luna), daña seriamente a la democracia liberal.

Pero como “hijos sin padres” -viviendo en ese vacío normativo- parecen hallarse tantos. Basta ver la escalada de violencia -en colegios, estadios y lo cotidiano-; la crisis de confianza institucional o de legitimidad de los partidos políticos; también cuando el único propósito vital es “ganarse la vida”, tener dinero o acumular placeres y bienes que, alcanzados, hastían; o cuando el trabajo, el mérito o el esfuerzo dejaron de tener un valor agregado; cuando ideologías y religiones ya no orientan; cuando se perdió la vergüenza o se rompió el vínculo con el pasado, las tradiciones y el honor; cuando las palabras dejaron de valer y de honrarse las promesas; cuando la educación, el pensar y las artes perdieron rango. En resumen: cuando la verdad dejó de importar y el aparentar y aparecer le ganó al ser.

Perspicaz y sombrío advirtió Heidegger, el lector más agudo de Nietzsche, que ante el nihilismo epocal “solo un Dios puede aún salvarnos”. Me quedo con ese “aún”. Pero tendría que ser un “Dios danzante”, como soñaba Nietzsche; uno que ojalá en esta Semana Santa pueda al fin resucitarse como el “Dios padre” que siempre fue también “Dios-hijo”, para que dancen juntos, y nosotros en ellos, pero no más entre falsos ídolos, sino en un emotivo y muy vivo nuevo Occidente.

Por Diana Aurenque, filósofa USACh y directora del Centro de Estudios de Ética Aplicada, UCH

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