Opiniones y libertad de expresión



El exministro de Cultura, Mauricio Rojas, duró apenas unos días en su cargo, al que se vio obligado a renunciar luego de que este medio recordara las duras críticas que formuló al Museo de la Memoria hace un par de años, en donde acusaba que la muestra era una suerte de "montaje" destinado a "confundir" y a perder el contexto histórico que dio origen a la violación de los derechos humanos.

Aun cuando el exministro se desdijo de estas controvertidas afirmaciones -el gobierno también tomó distancia de ellas-, la ola de críticas que sobrevino hicieron inviable su continuidad. Pocas veces se había asistido a una suerte de cuestionamiento tan implacable que no solo se reflejó en la campaña desplegada en redes sociales, sino que también se extendió a la propia institucionalidad del Estado, pues parte de los senadores de la comisión de Cultura del Senado amenazaron con no recibirlo en ninguna instancia oficial, lo que desconoce gravemente la facultad presidencial de nombrar a los ministros de Estado.

Habrá numerosas lecciones que se podrán extraer a raíz de este desafortunado episodio -desde luego, La Moneda debe hacer un mejor chequeo de quienes van a desempeñar altas investiduras públicas, para evitar ingratos contratiempos, y los propios nominados deben ser más proactivos para detectar sus posibles conflictos, algo que Rojas no hizo-, pero hay una dimensión que requiere especial examen por parte de la sociedad, ya que en la medida que las personas sean condenadas por sus solas opiniones, existe el riesgo de que el país se deslice por la pendiente de la censura y el amedrentamiento, en que todo aquello que no coincida con ciertos grupos, sencillamente no tiene cabida o, peor aún, puede llegar a ser una causal de inhabilidad para ejercer en el servicio público.

No cabe duda de que el país ha fijado con el paso del tiempo nuevos estándares en relación al tema de los derechos humanos, donde éstos han pasado a ser parte consustancial de nuestra cultura, sin espacio para relativizar -por mínimo que sea- la gravedad de las violaciones a las garantías fundamentales ocurridas tras los sucesos de 1973. Ese juicio ético debe ser un testimonio de compromiso con el respeto a los derechos fundamentales, y su defensa no admite ambigüedades. Pero valiéndose de este consenso y el total reproche que merecen las violaciones a los DDHH, algunas voces han pretendido imponer una mirada que ni siquiera admite la expresión de otros puntos de vista. Asociar sin más cualquier disenso o punto de vista alternativo a un "negacionismo", e incluso buscar castigar penalmente estas opiniones, es la antesala a una sociedad intolerante y con escasa conciencia de lo que significa la democracia y la libertad de expresión.

No es difícil advertir que esta verdad oficial parece funcionar en una sola dirección. Así, es llamativo que para la nominación de la expresidenta Bachelet en el Ato Comisionado de los DDHH de la ONU, no se haya estimado relevante su falta de condena a regímenes como Venezuela o Cuba, los que han violado sistemáticamente las garantías fundamentales. Si el país ha de empeñarse en fijar claros estándares en materia de DDHH, éstos deben ser inequívocos, lo que no debe ser confundido con actitudes totalitarias.

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