Opinión

¿Otro caso de lawfare en América Latina?

Former Argentine President Cristina Fernandez de Kirchner looks at her supporters from the balcony of her residence in Buenos Aires on June 11, 2025. Argentina's Supreme Court on June 10, 2025, upheld the fraud conviction of ex-president Cristina Kirchner, for which she received a six-year prison sentence and was banned from holding public office for life. (Photo by Luis ROBAYO / AFP) LUIS ROBAYO

La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK) fue inhabilitada a perpetuidad para ocupar cargos públicos. La decisión de la Corte Suprema ratificó fallos previos y se conoció apenas un día después de que anunciara su candidatura legislativa en la Tercera Sección Electoral bonaerense (no estaba en el centro de la disputa electoral, pero era un regreso simbólico potente). Desde Israel, el Presidente Javier Milei lo celebró con un tuit: “Justicia. Fin”. Para CFK, está más claro que el agua: se trata de otro caso de persecución política, mediática y judicial para proscribirla, como —sostiene— ocurrió con Lula en Brasil.

Hay preguntas políticas cargadas por el diablo. La del lawfare es una de ellas: ¿Se manipula la justicia? Y si la respuesta fuera afirmativa, ¿es una novedad? ¿Solo se dirige contra la izquierda? Vamos a los datos.

Desde 1980, el porcentaje de presidentes procesados por corrupción creció en América Latina, pasando del 30% registrado al inicio del período a un 56% después de 2000. La politóloga Catalina Smulovitz muestra que, de los 101 presidentes en funciones entre 2000 y 2022, 57 enfrentaron causas por delitos de corrupción. De estos, 17 declararon sufrir persecución política y 12 se presentaron como víctimas de lawfare. Smulovitz aclara que no se trata de una diferencia de fondo, sino de marco: desde 2016, cuando los abogados de Lula introdujeron el concepto en su defensa, el término ganó peso en la agenda.

Hasta aquí, han aumentado las causas contra expresidentes de ambos lados del espectro político. Sin embargo, solo la izquierda apela al marco del lawfare. ¿Por qué? Porque permite articular una estrategia de defensa y movilización eficaz al alegar que las acusaciones carecen de pruebas, existe selectividad judicial y cuentan con el respaldo de corporaciones mediáticas que temen a los gobiernos populares.

Las reacciones públicas se alimentan del asco —el más moralizador de los sentimientos políticos, como ha dicho Shila Vilker—, que funciona en contextos de alta polarización afectiva. Se hace fuerte en la retórica, a base de homologar lo que poco tiene que ver: los procedimientos que enfrentó Lula (plagados de irregularidades) y los de CFK (donde lo controvertido es el timing y los vínculos entre jueces y el expresidente Macri, que vician el procedimiento más que la causa en sí), por no mencionar otros como los de Pedro Castillo en Perú, Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia (cada uno con su propia lógica de conflicto).

La cuestión de si se usa la justicia para resolver disputas políticas remite a la vieja máxima: “para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley”. Por eso, la judicialización de la política pone en el centro los procesos de selección de los miembros del Poder Judicial. Si la justicia no logra recuperar legitimidad, la tentación de politizarla aún más —ya sea desde las urnas o desde los estrados— terminará por corroerla. Y en ese escenario, no habrá relato del lawfare que valga; todos perderemos.

Por Yanina Welp, investigadora en el Albert Hirschman Centre on Democracy

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