El palo al gato
Le dieron el palo al gato. Los chilenos Juan Pablo Cuevas y Daniel Undurraga, y el sueco Oskar Hjertonsson, partieron en 2015 con US$ 1 millón, varios fracasos a cuestas y una buena idea. Tres años después, Cornershop vale US$ 225 millones. Todos ganamos: ellos, por supuesto, y en grande; los inversionistas que fueron sumando en el camino; y los consumidores que valoramos un buen producto y lo premiamos con nuestro dinero.
Es el lado luminoso del capitalismo, en que las ideas nuevas le ganan a las viejas, beneficiando a todos en el proceso. Un círculo virtuoso que escasea en la pirámide de nuestra economía. Allí tenemos un largo listado de herederos y rentistas, engordados a la plácida sombra de los monopolios, las colusiones y el tráfico de favores políticos. Un dato al respecto: los creadores de Cornershop levantaron US$ 30 millones de inversionistas en Estados Unidos y México, como el cofundador de Uber y el CEO de YouTube. En Chile, en cambio, no recaudaron un solo peso.
La cultura de la comodidad parece arraigada en nuestra élite. «Los empresarios chilenos se achancharon», diagnosticó hace tiempo Andrés Velasco. ¿Para qué salir a competir, cuando es tan fácil quedarse en la zona de confort? El economista Pablo Larraín dice que «la cama tibia que es vivir en Chile es una gran limitante al desarrollo profesional a gran escala».
Nuestro listado de grandes actores económicos es una letanía de apellidos vinosos criados en un puñado de colegios. Y hombres, por supuesto. En el año del feminismo, ¿cuántas presidentas de directorio hay en las empresas del IPSA? Ninguna. ¿Cuántas gerentas generales? Ninguna. ¿Cuántas gerentas comerciales? Ninguna. El 100% de esos puestos claves son ocupados por hombres. Y cuando todo se reduce a un círculo tan restringido, no es necesario salir a la intemperie a competir; basta quedarse en la cama tibia.
Esa cultura se nutre de la estructura económica. «Hay una relación entre lo que producimos y el tipo de sociedad que somos», dice el economista Óscar Landerretche. Una economía dependiente de los recursos naturales engendra una sociedad rentista, en que el poder depende del acceso a esos recursos. Y eso se logra con redes de influencia y captura del Estado, antes que con innovación. Así fue como Corpesca se apoderó de los peces, y como SQM se hizo con el litio. Citando de nuevo a Velasco: «cuando se gana mucha plata con las rentas derivadas de los recursos naturales, hay mucha gente que dice 'para qué innovar, diversificar y arriesgar'».
Se ha contado muchas veces cómo Finlandia dio el salto de la extracción a la innovación, y logró que Nokia pasara de vender celulosa a ser la mayor fabricante de teléfonos celulares del mundo, responsable del 21% de las exportaciones del país. Pero lo más interesante es lo que pasó después, cuando Nokia se desplomó súbitamente, derrotada por el iPhone y Android. 74 mil empleados fueron despedidos, y la economía finesa se hundió en la recesión.
Pudo ser una debacle para Finlandia, como hace un siglo lo fue el fin del salitre para Chile. En cambio, fue una nueva oportunidad. En el país con la mejor educación del mundo, y el cuarto con mayor inversión en investigación y desarrollo, esos cesantes ilustrados se pusieron manos a la obra. El Estado ya destinaba 550 millones de euros anuales a financiar pequeños innovadores, y construyó la mayor incubadora de negocios del norte de Europa en Helsinki. Hoy, en vez de un solo gigante, Finlandia tiene un ejército de startups, muchas de ellas fundadas por los antiguos ingenieros y programadores de Nokia, que lideran áreas como la geolocalización, la realidad virtual y los videojuegos, y de las que han nacido éxitos globales como Angry Birds o Clash of Clans. Todo, en un país con menos habitantes que Santiago.
La resistencia a ese cambio puede ser feroz. Como somos lo que producimos, el giro de extracción a innovación no es un cambio inocente. Es una amenaza directa a los poderes establecidos, cuyas habilidades (las redes, los contactos, la posición dominante) pasan a valer menos que la creatividad y el talento.
En 2005, el ex presidente de la Sofofa Felipe Lamarca resumió nuestro problema en una frase inolvidable: «Chile no va a cambiar mientras las élites no suelten la teta». Han pasado 13 años, y no son muchos los que la hayan soltado para salir de la cama tibia e intentar cazar gatos escurridizos.
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