Panguipulli y el fin del control de identidad
Por Marcelo Drago, ex presidente del Consejo para la Transparencia
La actual normativa que autoriza a Carabineros e Investigaciones al control de identidad de personas en la vía pública es fruto de la derogación de la detención por sospecha, herramienta policial que sirvió de excusa para diversos abusos y violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar.
El control de identidad debía servir para detectar personas con órdenes de aprehensión pendientes o con situaciones judiciales similares, sin que el control se dé necesariamente en el contexto de un delito flagrante. Se trata de una herramienta poderosa, intrusiva, que requiere supervisión, vigilancia y permanente evaluación, para evitar desviaciones a su finalidad y abusos. De hecho, en su momento, se detectaron cientos de controles de identidad realizados a menores de edad, situación completamente ilegal.
La reforma que se impulsó el año 2019 entre otras cosas incluía estándares de transparencia y rendiciones de cuentas, estadísticas básicas y evaluaciones que permitieran saber si el control de identidad efectivamente cumplía los fines para los cuales se había creado. Esta reforma nunca vio la luz.
El hecho es que hoy desconocemos si el control de identidad sirve de verdad para algo. No sabemos qué porcentaje de controlados resultaron en detenciones, qué proporción resultó en la identificación de personas con órdenes pendientes, o si el control sirvió para algo más. De hecho, cada vez es más claro que se usa como una especie de pesca de arrastre, controlar sin estrategia, “a ver si se encuentra algo”, lo que termina en una herramienta abusiva, además de ineficiente e inútil.
Muchas graves situaciones indicaban que Carabineros carecía de control, tanto desde el punto de vista operativo como administrativo. Entre las últimas, el fraude en Carabineros, más de 30 mil millones de pesos defraudados al Estado. La Operación Huracán, con la fabricación de pruebas falsas para inculpar a mapuches en el contexto de la violencia rural. El homicidio -e intento de encubrimiento- de Camilo Catrillanca. Todos estos hechos fueron el preludio de lo que sucedió después en el estallido social.
Desde octubre del 2019, Carabineros volvió a ser protagonista de graves violaciones a los derechos humanos, documentadas por diversas instituciones nacionales e internacionales, a través del abuso policial, el uso injustificado de la fuerza y diversas otras situaciones. Hablamos de agentes del Estado utilizando los medios y autoridad conferidos por las leyes y la Constitución para violar derechos fundamentales.
Hoy todos, tristemente, conocimos a un joven de 27 años, artista en la vía pública, de nombre Francisco Martínez Romero, muerto de tres proyectiles percutados por un agente del Estado, filmados gracias a un teléfono celular. Sobre el abuso criminal de Panguipulli hay una lección ineludible. Carabineros carece de la supervisión o fiscalización para disponer del control de identidad como instrumento policial. Es una herramienta que permite una intromisión demasiado severa, entregada a una institución en crisis, sin control civil, que se presta para abusos y violaciones a los derechos humanos. Y ni siquiera hay evidencia que permita aseverar que sirve para controlar la delincuencia, su finalidad original.
En virtud de lo que hemos conocido, de la historia que se arrastra, y de la completa imposibilidad de supervigilar a los funcionarios públicos autorizados a utilizarla, el control de identidad debe terminar su existencia como instrumento policial, y la ley que lo habilita se debe derogar.
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