Pasiones mitológicas

Tiziano


Por Mario Vargas Llosa

Tiziano, que nunca estuvo en España, conoció a Felipe II en Milán, a fines de 1548, cuando éste era todavía solo un príncipe. Había trabajado para su padre, Carlos V, quien le encargaba pintura religiosa, algo a lo que Tiziano era también afecto, pero su enorme prestigio entre los nobles italianos venía sobre todo de sus cuadros eróticos, a los que solía anteponerles algún título mitológico para cubrir las apariencias. Porque la Iglesia, muy susceptible a este respecto, solía respetar rigurosamente las imágenes supuestamente validadas por la mitología, y, sobre todo, si el pintor decía haberse inspirado en la Metamorfosis de Ovidio, muy leído y reverenciado en aquella época.

Felipe II encargó a Tiziano (o éste le propuso y el monarca aceptó) seis obras mitológicas, a las que llamaba “poesías”, precisamente porque decían estar basadas en la mitología clásica, y que fue enviando a España a lo largo de una década, entre 1552 y 1562. Según el crítico inglés Peter Humfrey, las telas llamadas por Tiziano las “poesías” constituyen “uno de los conjuntos más célebres y de mayor influencia en la historia de la pintura occidental”. Por diversas razones, este grupo de pinturas concebidas como un todo orgánico, según explica Tiziano en uno de sus envíos, que debían ser vistas de manera continuada y exhibidas siempre juntas, se fueron dispersando con el correr de los años, cambiando de dueños, residencias y museos y ni siquiera es seguro que el propio Felipe II las hubiera visto alguna vez todas reunidas. Lo que sí sabemos con seguridad es que las damas de la nobleza solían pasar rápidamente delante de ellas, pues estaban tapadas para no sonrojar a las señoras. Las seis obras que Tiziano pintó y llamó las “poesías” están en la actualidad en la Wellington y la Wallace Collections de Londres, el Museo del Prado en Madrid, las Galerías Escocesas de Edimburgo, la National Gallery de Londres y el Museo Isabella Stewart Gardner de Boston. Lo que debe haber sido la correspondencia del director del Museo del Prado, Miguel Falomir, que tuvo la idea de reunir esta exposición y figura como Comisario de ella, en los tres años que ha tardado en materializarse, da vértigos. Y, para colmo, el coronavirus que hace estragos en el mundo entero, coincidió con la apertura de la muestra en Madrid. No importa: la exposición es soberbia, fuera de lo común y los madrileños (y muchos franceses recién llegados, también, para las vacaciones de Semana Santa) que la han visto no podrán olvidarla fácilmente. Los que tuvimos la suerte de que la palabra sabia del propio Miguel Falomir hiciera de cicerone de la visita y nos diera las consabidas explicaciones sobre la exposición, enriquecida en este caso con cuadros de Rubens, Veronese, Allori, Ribera, Poussin, Van Dyck y Velázquez, todavía menos.

Todas estas pinturas son extraordinarias, y eso es algo que no suele ocurrir ni en las mejores exposiciones. Y en todas ellas reina una libertad ilimitada que expresa, a la vez que la historia cuando ésta era sólo mito y fantasía, las razones profundas que llevan a los seres humanos a crear un arte que enriquece la vida y lo eleva a la altura de nuestros sueños. Ella muestra también las limitaciones de la realidad en la que nos movemos, como en una cárcel en la que no podemos expresar nunca a cabalidad nuestras expectativas de vivir más y mejor, de realizar todos nuestros deseos, de enriquecer nuestra circunstancia gracias a la belleza y a aquello que llamamos cultura, arte, civilización.

Además de la libertad con que están realizados, estos cuadros radiografían la comunidad de la cultura europea y occidental, explican la nimiedad de las fronteras que separan a sus hombres y mujeres cuando crean y fantasean, muestran que formamos una sola sociedad múltiple y versátil, unida por un denominador común, cuando desvelamos nuestra intimidad, pese a que hablemos idiomas distintos y profesemos distintas religiones (o estemos contra todas ellas), porque a la hora de soñar y desear todos somos los mismos. Qué insignificantes parecen, cuando uno pasea entre estos cuadros, la desesperación con que ciertas minorías se empeñan en exagerar sus diferencias, como si ellas, que por supuesto existen, fueran lo bastante fuertes para destruir la solidez de una cultura que sienta sus raíces en una unidad más profunda y visceral, de la que todos participamos, pues ella es lo bastante generosa para incluirnos a todos en sus sueños.

Tal vez esta exposición sea una señal de alarma en lo que se refiere a las desviaciones y traiciones, cada vez más frecuentes, en la pintura occidental, para tantos artistas desaprensivos -payasos, en el fondo- que han olvidado, pese al éxito que tienen con las galerías y los críticos y los coleccionistas, lo más importante en su empeño creativo: inventar formas que renueven a la vez que cimenten la tradición. Los cuadros de Tiziano son excepcionales, pero no lo son menos los que lo acompañan, de Rubens, Allori, Poussin, Van Dyck, Ribera y el excepcional Velázquez.

La razón de ser del arte, en este caso la pintura, como complemento central de la existencia es también aparente en estas pocas salas donde uno parece vivir de otra manera, no sólo más libre sino también más a gusto y más saciado, más consciente de las cosas que importan y las que no importan para impulsar la vida y enriquecerla. Aquellos eran tiempos de guerras religiosas e intolerancias, pero, pese a ello, la violencia y la sangre desaparecían en las obras de los maestros como se muestra aquí, en estos recintos de sueño y perfección, que nos dignifican y solventan, y en los que nos vemos retratados, viviendo otra vida, más rica, más intensa, más libre, más imaginativa, que la que sobrellevamos todos los días como un dogal.

No se es la misma persona que antes, cuando uno sale de una exposición así. Algo ha cambiado en nuestra manera de ser y de ver las cosas. El mundo parece más feo y sus fealdades resaltan enfrentadas a las hermosuras y delicadezas que acabamos de ver, pero no hay pesimismo que valga, porque lo que hemos visto no es un milagro sino un hecho humano, obras construidas con las manos y una exigencia intelectual que es posible alcanzar con la pugnacidad con la que se entregaron a su tarea aquellos inspirados, algo asequible y sin misterio, al alcance de todo el que, como ellos, trabaja siguiendo su inspiración y no contentándose con ella, llevándola más adelante, enriqueciéndola con detalles y formas que la fortalecen e innovan.

Pocas veces me ha impresionado tanto una exposición como la que se exhibe en estos momentos en El Prado: Pasiones mitológicas. Seguramente porque, en estos tiempos, en que pese a nuestro optimismo sobre lo que creíamos la victoria de la ciencia sobre el mundo natural, hemos visto lo vulnerables que somos, lo precaria que sigue siendo la vida, y la inmensidad del arte y la cultura, las luces y sombras de que están hechos. Estoy seguro de que no peco de optimista si digo que la mejor emulsión para protegerse del terror que sentimos cuando vemos tantas muertes imprevistas alrededor y la lucha de sanitarios y médicos para salvar esas vidas, que mejor que todos los remedios es darse una vuelta por un museo como el Prado y descubrir por qué ciertos cuadros son un canto a la inmortalidad, a la supervivencia en medio del horror.

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