Penurias de la gratuidad
SEÑOR DIRECTOR:
El reciente despido de académicos en una universidad metropolitana adscrita a la gratuidad y las crecientes quejas de rectores sobre los aranceles que regulan las transferencias fiscales son una señal de alerta sobre una crónica anunciada: estamos frente a un modelo de gratuidad defectuoso.
Quienes objetamos el sistema instaurado el 2016, no lo hicimos para negar el legítimo derecho de estudiantes sin recursos a ingresar a la educación superior. La crítica se basó en otros argumentos. Primero, por la tozudez de dejar en la ley la gratuidad universal, no siendo justo que la educación superior de los ricos la paguen los más pobres. Segundo, porque la gratuidad llegó tarde como llave del acceso para sectores que no podían pagar sus estudios. Antes de la gratuidad, las becas por mérito y los préstamos con pagos contingentes al ingreso habían permitido duplicar la cobertura de los sectores vulnerables. Tercero, era una ilusión pretender que los recursos fiscales podrían solventar las demandas para el desarrollo de un sistema universitario y técnico profesional de reconocida y acreditada calidad. Actualmente, los traspasos por gratuidad son del orden de los US$ 2.000 millones; parece mucha plata, y lo es, pero financia (o desfinancia) a las instituciones, porque no alcanzan a costear a los 500 mil estudiantes que estudian gratis. En la práctica, la engorrosa mecánica para fijar los aranceles regulados con la asesoría de un comité de expertos autónomo, pero no vinculante, como contraparte de Hacienda, no garantiza que se tendrán en cuenta los verdaderos costos de la formación de estudiantes, incluidos gastos para la investigación e innovación. En la práctica, Hacienda fija cada año la “piñata” a repartir en función de sus propias necesidades de gasto social y ello se refleja en acotadas transferencias que cubren solo entre un 60 a 90% de los aranceles efectivos. Finalmente, si el estudiante en gratuidad se demora más que la duración oficial, comienza a pagar, pero la universidad solo recibe la mitad del arancel regulado, y al no haber libertad para fijar aranceles a estudiantes sin gratuidad, surge otro flanco de penuria financiera.
La gratuidad en la educación superior chilena ha comenzado a dejar al descubierto que en el mundo real -el único que existe- nada es gratis y que, como dice el refrán popular, “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.
Carlos Williamson
Clapes UC
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