Poderes del Estado y ley antiterrorista

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Tres atentados explosivos en menos de una semana, en contra de la llamada infraestructura crítica ubicada en tres regiones –Valparaíso, Ñuble y Biobío- levantaron una especial alarma por parte de las autoridades y que, más allá de anunciar la presentación de querellas y calificar los hechos como terroristas, significó la convocatoria a una reunión por parte del Presidente de la República a los representantes de los poderes del Estado, a las policías y al Ministerio Público. Entre las principales conclusiones del encuentro, figura la fijación de un plazo perentorio de 30 días para presentar propuestas de modificación a la actual ley antiterrorista.

Este tipo de hechos delictivos, que buscan amedrentar y nunca debieran dejar de alarmar y generar el rechazo ciudadano, llevan ya tiempo ocurriendo –no solo teniendo como objetivos torres de alta tensión, estructuras de telefonía, puentes, líneas férreas, entre otras, sino también la integridad física de las personas, tal como ocurre en la Macrozona Sur-; sin embargo, su condena muchas veces ha sido relativizada por consideraciones de tipo político e ideológico. Basta recordar el discurso de la actual administración cuando asumió, donde evitó denominar como terroristas a ciertas conductas, optando por calificarlas como problemas de orden público o simplemente violencia rural; también fueron retiradas una serie de querellas en las que se invocaba dicha ley. Tales predicamentos debieron ir cambiando ante la evidencia y los mandatos constitucionales en cuanto a que la autoridad presidencial se extiende a todo cuanto tiene por objeto la conservación del orden público en el interior.

Por ello, este reciente acuerdo, junto a las palabras del Mandatario en orden a que “nosotros no estamos en contra de tener una legislación antiterrorista, tenemos que tener una buena, moderna y eficaz”, constituyen una señal acertada, aunque ciertamente tardía, considerando la cantidad de víctimas y daños materiales que ha significado la falta de reconocimiento a una realidad que hace tiempo ya era evidente. Sin embargo, el llamado a consensuar cambios en un plazo perentorio puede representar una oportunidad para -por fin- terminar con la grave paradoja de reconocer la existencia de estos hechos y a la vez declarar en desuso esta herramienta legal, ya sea por su ineficacia, o bien por razones ideológicas, e insistir en el camino de la aplicación de la ley de control de armas. Sin perjuicio de que este último camino haya resultado práctico para los persecutores, hay aquí una responsabilidad de los colegisladores, que han sido incapaces de anticiparse y reformar en forma oportuna la normativa, lo que se refleja en que proyectos de ley que han sido presentados para reformar dicha ley y hacerla más aplicable llevan años durmiendo en el Congreso.

La Constitución Política de la República señala que el terrorismo, en cualquiera de sus formas, es por esencia contrario a los derechos humanos, y por ser reconocido como un fenómeno que va minando las condiciones básicas de convivencia -pudiendo constituir una amenaza al sistema democrático- es que los países consideran fundamental dotarse de las herramientas necesarias para enfrentarlo. Existiendo tanta experiencia comparada, es una obligación apostar a un marco legal moderno y eficiente, que no solo permita entregar herramientas procesales y penales propias de la investigación, persecución y sanción, sino también terminar con cualquier ambigüedad en la forma de apreciar el terrorismo, porque de lo contrario cualquier norma, por más perfecta que sea, terminará en la ineficacia.

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