Poema sin héroe 3



Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

Una de las olvidadas genios del siglo XX fue la poeta rusa Marina Tsvetáieva. Esta maestra de todos los pueblos, cuya voluntad póstuma fue la cremación abrazada a un ejemplar de la Ilíada, pensó como pocos a los héroes. Escribió para Teseo, el vencedor del minotauro, la tragedia griega que hacía falta: Ariadna. En su relato autobiográfico Mi Pushkin, que dedicó a ese padre de las letras rusas muerto en duelo, reflexiona sobre la experiencia vital que le significó en la infancia la frecuente visita que hacía al monumento al poeta, una estatua gracias a cuya contemplación aprendió que existía lo grande: “Primera lección de números, primera lección de escalas, primera lección de materiales, primera lección de jerarquía, primera lección del pensamiento, y, lo más importante, una afirmación concreta de toda mi experiencia posterior: con miles de figuritas, hasta puestas una encima de otra, no harías a un Pushkin”. Esta estatua no removida de su lugar se transformó en objeto de su profunda admiración, de eso que significa permanecer pese a todo, obstinada, contra todas las revoluciones, contra todas las capitulaciones, pues: “Bajo la nieve, bajo las hojas voladoras, en el ocaso, en el espacio azul, en la opacidad láctea del invierno, estaba siempre parado” el poeta, es decir, su monumento. “A nuestros dioses (…) les limpiaban el polvo. Pero a éste lo lavaban las lluvias y lo secaban los vientos. Éste siempre estaba parado”.

La poeta me hace pensar en otra experiencia personal. De niño mi abuelo ciego me hacía llevarlo a ver -o sea, a que yo viera- el monumento dedicado a los hermanos Amunátegui a un costado de la Universidad de Chile, o donde fuera que entonces haya estado. El viaje iba siempre acompañado de una fábula de superación: los hermanos habían quedado huérfanos de padre, no hallaban en su casa nada para comer, deambulaban de iglesia en iglesia tras la luz de los cirios para iluminar su lectura de libros profanos, y obvio, leían de un mismo libro porque no había para dos. Don Andrés Bello se había fijado en estos prácticamente mendigos y los había favorecido no con favoritismos, sino con libros y manuscritos suyos. Yo sentía que a mi edad esos niños habían hecho todo lo que yo ya no había hecho. Era bueno mirar su conjunto escultórico hacia lo alto para saber que tendría que hacer mucho para llegarles cuando viejo quizá a los talones.

La estatua de un monumento no es el cadáver de un mártir porque es el material el que la hace incorruptible. El monumento, sin embargo, es un falso sepulcro, uno apócrifo que persiste gracias a la materia. No puede ser dividido y equitativamente distribuido como el cuerpo de un mártir. Si no es una realidad palpable, un héroe no es nada. Por eso es tan difícil removerlo, porque no tiene otro lugar, porque está clavado en la tierra y no difuminado en el cielo. Es imposible quemarlo. La única manera de eliminarlo es fundirlo para que llene otro molde, es decir, para que otro modelo se yerga frente a sus observantes.

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