¿Por qué crece la corrupción en tiempos de pandemia?
Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES
La expansión del Covid-19 por América Latina ha sobrevenido con la prevalencia de prácticas corruptas, especialmente de funcionarios públicos que, en teoría, debieran emplear los recursos del Estado en la protección de la ciudadanía. Diversos reportes periodísticos llaman la atención sobre faltas y delitos cometidos por autoridades y burócratas en plena emergencia. Entre otros: compras fraudulentas de elementos sanitarios, desvío del apoyo social diseñado para los más vulnerables, concesión ilegal de contratos sin concursos públicos, especulación en el mercado de medicamentos. Estos comportamientos califican de inmorales, dado el contexto de contagio, muerte y desolación en el continente. La pregunta cae por su propio peso: ¿se trata de gente tan desalmada, sin solidaridades ni conmiseraciones? O, ¿de qué manera entender este tipo de conductas?
Al explicar este tipo de comportamiento inmoral, algunos analistas han hecho énfasis en la “oportunidad política” que crea la pandemia. Interrogado por The New York Times, Eduardo Bohorquez, de Transparencia Internacional México, señala que estamos ante una suma de condiciones ideales que favorecen la corrupción de autoridades: poca transparencia, bajo acceso a la información y pobre supervisión legislativa, lo que genera un contexto de “haga lo que quiera”. Efectivamente, la situación de crisis pandémica y los apuros en que caen los estados, generan ambientes de desorden. Justificados en la situación crítica, los protocolos de control se relajan y las prioridades de gestión se disponen hacia los bienes públicos, antes que a la supervisión de los procesos burocráticos. Si a ello añadimos problemas propios de sistemas de gobierno subnacionales, con niveles de precarización institucional más graves que a nivel central, la ventana de oportunidad para la corrupción se agiganta.
El contexto también impacta a nivel de las “microfundaciones” individuales de la corrupción. Es decir: la factibilidad de este tipo de comportamiento desviado, no solo corresponde al debilitamiento de los órganos de control, sino también a pautas de conducta signadas por la forma en cómo se asimila la crisis a nivel personal. Las pérdidas de empleos y el declive en los ingresos, coadyuvan justificaciones en las que pueden ampararse los individuos que deciden acometer este tipo de faltas. A su vez, la propia expansión de prácticas corruptas genera, entre el grupo de los infractores, una percepción de “aprobación” que, a su vez, reduce el valor de la sanción moral ante sus conciencias. Cuando el corrupto percibe que “todos a su alrededor lo hacen”, legitima su andar desviado y deslegitima el patrón moral. No se perciben como “corruptores” sino como “aprovechadores” de una oportunidad.
Ante la expansión de estas prácticas, las sociedades corren el riesgo de “naturalizar” la corrupción en este contexto, si no se sanciona correctamente. La lucha contra el virus también debe incluir a la corrupción. De otro modo, podríamos socavar aún más la crisis institucional que nos legará el Covid-19 cuando, en algún momento futuro, se desvanezca.