Por qué debe mantenerse el Simce
Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar
Las señales son bien claras. En el programa de Apruebo Dignidad se especificaba la intención de reformar el sistema de evaluación nacional. En los últimos días de funcionamiento de la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados se empezó a tramitar una moción parlamentaria que desdibujo bastante el rol del Simce y de la evaluación en el sistema. Y en general, el sector que prontamente ocupará el gobierno ha sido opositor a las pruebas estandarizadas y la medición educación, denominándolo como un “instrumento de mercado”, nombre que suelen usar para señalar cualquier cosa que no les gusta.
¿Tiene sentido eliminar el Simce?
Los aportes del Simce a la educación chilena son vastos. Las brechas educativas, de género, socioeconómicas y de dependencia, fueron reveladas y cuantificadas por este instrumento. La información que brinda, aunque imperfecta, sirve hoy de base para que cientos de miles de padres y apoderados elijan las escuelas a las que asistirán sus hijos mediante el Sistema de Admisión Escolar (SAE). Tenemos registro comparable de los logros de aprendizaje de nuestros niños desde al menos 2003. Investigaciones sobre el impacto de políticas como la Jornada Escolar Completa, la Ley de Subvención Escolar Preferencial y varias otras, se miden gracias a la disponibilidad de estos datos. El Sistema de Aseguramiento de la Calidad ha identificado 34 escuelas que sistemáticamente han fallado a sus estudiantes, y por ley deberán mejorar o perder el reconocimiento oficial.
Los adversarios del Simce (por moda, conveniencia, o investigación académica) en general responsabilizan a la evaluación por los resultados que muestra. Esa es una relación de causalidad difícil de probar, pero fácil de difundir. El Colegio de Profesores ha impulsado varias veces un boicot a esta prueba por razones políticas, aunque hace más sentido que quieran liberarse de cualquier métrica que revele la calidad de su trabajo (si bien es técnicamente imposible y educacionalmente inconveniente responsabilizar a los docentes por los resultados individuales de los alumnos). Académicos de notoria trayectoria (muchas veces conseguida gracias a un preciso y potente análisis de datos Simce) hoy abjuran de estas evaluaciones, asignándoles los males que antes solían atribuir al lucro, copago y selección. Pero desaparecidos los viejos demonios, aparecen los nuevos. Pareciera que siempre hay factores externos que tienen la responsabilidad de los muy malos resultados del sistema, incluso las políticas que ellos mismos impulsaron en décadas anteriores. Y ahora el nuevo inculpado es el Simce.
Es cierto que la evaluación estandarizada genera incentivos perversos, pero estos pueden moderarse. Son más las ventajas que las desventajas, y la frecuencia, consecuencias, uso de la información y características de la cada evaluación pueden siempre modificarse y someterse a debate político.
La contingencia que vive el sistema educativo no puede soslayarse en esta discusión. Quizás nunca ha sido más necesario que ahora contar con una medición confiable, que evalúe a todos los estudiantes en sus distintos cursos, y sea comparable con los logros de aprendizaje previos a la pandemia, de forma de dar cuenta pública del volumen de la pérdida que ha implicado la pandemia y la educación remota. Especial atención habrá que tener sobre la directiva del Colegio de Profesores, acérrimos adversarios a la vuelta a clases, pues serán ellos quienes se opondrán a que la opinión pública conozca y asuma el daño que ha causado su obsecuencia, la descarnada defensa de sus intereses y el silencio cómplice de buena parte del futuro oficialismo.
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