Por un Estado que confíe en las personas
Así como las empresas han ido, de a poco, entendiendo la importancia de centrar el diseño en los usuarios finales de sus productos y servicios, algo similar es necesario a la hora de plantear políticas públicas.
La teleserie que terminó con la pérdida del derecho a voto de quienes estén contagiados de Covid-19 en el plebiscito es sólo el corolario de una larga historia de cómo el Estado chileno mira a sus ciudadanos y ciudadanas: con desconfianza o desdén. En este caso, se trató de lo último, donde escuchamos a autoridades electorales llamando a “no amplificar” el problema ni a “poner en riesgo el plebiscito” por el simple ejercicio de preguntar cómo iban a poder votar quienes estuvieran impedidos de salir de su casa.
Esa actitud tiene otras manifestaciones. Durante semanas hemos visto cómo las personas reportan menos interés de participar en el plebiscito, lo que está directamente vinculado con los miedos de contagiarse o de transmitir el coronavirus. Sin embargo, en vez de salir a auscultar las necesidades y miedos de la ciudadanía, el Estado se ha dedicado, principalmente, a mirar experiencias institucionales. Es más, la voz de la ciudadanía sólo ha tenido expresión gracias a la insistencia de organizaciones de la sociedad civil como la Asociación Chilena de Ciencia Política, el Colegio Médico o Espacio Público.
Este problema no es exclusivo de las autoridades electorales, ni siquiera del gobierno actual. Por ejemplo, el absurdo creado con los cambios constantes de reglas para las Fiestas Patrias tiene poca consideración por entender cómo se comportan y reaccionan las personas ante las políticas estatales. Otro caso clave es cuando esas mismas políticas no cuentan con el apoyo de actores fundamentales en el proceso, como lo evidenció la compleja situación que vivió la reforma educacional de Bachelet frente al rechazo de una parte importante de los padres y apoderados. La desconfianza también tiene sus ejemplos claros, desde la exigencia de llenar formularios para salir a comprar el pan, hasta la obsesión con hacer trámites ante notario con la esperanza (falsa) que estos ministros de fe certificarán que la persona que firma es la persona que dice ser.
El problema es que cada vez que estos procesos fallan o son rechazados por la ciudadanía, la muletilla es decir que se trata de un problema de comunicación. O peor aún, como hemos visto en el último tiempo en relación con el Coronavirus, echarle la culpa a la misma ciudadanía. Pero la verdad es que en la mayoría de los casos no se trata de problemas de comunicación o de cumplimiento ciudadano, sino que de diseño. Así como las empresas han ido, de a poco, entendiendo la importancia de centrar el diseño en los usuarios finales de sus productos y servicios, algo similar es necesario a la hora de plantear políticas públicas.
La buena noticia es que esta idea no es completamente nueva ni tampoco ha sido ignorada en algunos sectores del Estado. Iniciativas como el Laboratorio de Gobierno o la Secretaría de Modernización del Ministerio de Hacienda están haciendo un trabajo extremadamente relevante, aunque muchas veces ignorado, en cambiar paradigmas. Por ejemplo, las encuestas de satisfacción de usuarios del Estado, realizadas entre 2016 y 2019, entregan una herramienta valiosa para revisar la implementación de políticas nuevas y existentes.
Sin embargo, a pesar de las iniciativas individuales, pilotos exitosos y políticas públicas acotadas que han partido desde un paradigma distinto, la manera en que el Estado y sus autoridades se entienden con la ciudadanía aún no cambia. No se trata sólo de procesos de participación ciudadana en el marco de procesos de impacto ambiental, ni de consultas ante un nuevo plan regulador. Sino que de partir el diseño preguntándose cómo va a responder la ciudadanía al cambio, cuáles son sus aspiraciones sobre la acción del Estado y cuáles son los temores de los que debe hacerse cargo la autoridad. Quizás esta es una idea loca, pero vale la pena conversarla ante el nuevo desafío constitucional.