El primer año de López Obrador

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El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, durante su conferencia de prensa matutina este lunes, en Ciudad de México. Foto: EFE


Con el nuevo presidente no se ha llegado a un nuevo régimen político nacional. No hay nuevo régimen democrático ni autoritario, no se ha verificado ni una transición al autoritarismo ni a otro tipo de democracia. Tampoco se ha consolidado el régimen democrático ya existente. Hay lo que había: la continuación del deterioro de la democracia vigente. Tal ha sido el efecto político sistémico de un gobierno que ha empeorado y se ve más autoritario: más deterioro, sin sustitución propia del sistema de instituciones que definen al régimen. Es falso que se hayan hecho reformas de democratización –reformas ha habido, ninguna ha democratizado al régimen político, porque no se refieren realmente a ese ámbito (régimen) o porque no se mueven en ese sentido (democracia).

Examinemos algunos de los deterioros más relevantes.

El "Bonillazo", nombre coloquial de un caso extraordinario: en la provincia de Baja California, un empresario político cercano a López Obrador (Jaime Bonilla) intenta que su gubernatura de 2 años, obtenida por elección, sea definitivamente transformada en una de 5, "ganando" 3 años sin proceso electoral –yendo contra el que lo hizo gobernador- y gracias a una extraña, tramposa y oscura decisión del Congreso local. La decisión final, ratificatoria o no, está en la Suprema Corte. Pero deterioro ya ocurrió y sólo podría "estabilizarse" o empeorar. No hay complicación conceptual ni se merecen eufemismos: lo de Bonilla es un robo; la Corte haría un daño enorme a la democracia si tolera que una mayoría legislativa cómplice decrete que el Ejecutivo en turno se extiende gratuitamente por 3 años más.

Hablando de la Corte: en un año AMLO tuvo tres oportunidades de nominación; las tres se convirtieron en designaciones muy cuestionables: dos ministras y un ministro muy cercanos al presidente, ninguno jurista destacado ni experto en Derecho Constitucional. Los casos de las ministras son los más graves: una, Yazmín Esquivel, es esposa de un empresario amigo y colaborador del presidente; otra, Margarita Ríos-Farjat, era jefa de los servicios tributarios federales, es decir, empleada del presidente (fue parte de una terna que incluyó a la viceministra del Interior en funciones, lo que habla del proyecto obradorista). Nótese cómo López Obrador nomina más mujeres que hombres en un intento de contrarrestar la crítica por proponer personas sin independencia ni excelencia. Los tres nuevos ministros representan deterioro contra la división de poderes. En vez de reformar antipartidistamente y prodemocráticamente el artículo 95 constitucional, López Obrador hace lo que otros hicieron, con agravantes: tres veces en un año y con más agresividad y descaro.

Otra designación que deteriora al régimen es la de la nueva presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Con ilegalidades, la mayoría del partido Morena en el Senado nombró a quien el presidente quería: Rosario Piedra, militante real de ese partido, por el que fue candidata a una diputación, entre otras cosas que la hacen una colaboradora de López Obrador y una mala noticia para la Comisión. El oficialismo repite con afán justificante que Piedra es familiar de una víctima de violaciones a derechos humanos, pero eso no es mérito profesional ni garantía de nada. Ante el fracaso de tan débil defensa, critican el pasado de la Comisión, pero son ilógicos: cualesquiera que sean sus problemas, no se resuelven partidizando.

De modo más general o secundario o indirecto, el proceso de no consolidación democrática-deterioro democrático se expresa o apoya en otros datos: la pésima relación del presidente con la prensa, la enorme antidemocracia interna de Morena, la continuidad de la corrupción –AMLO insiste en reivindicar al corrupto Manuel Bartlett-, la falta de Estado de derecho y la conservación esencial de la devastadora "guerra contra las drogas".

Los obradoristas apelan a dos elementos: "consultas populares" y reforma de revocación de mandato (por vía de consulta popular). Pero así como ni unas ni la otra son resultados de una nueva democracia, tampoco apuntan hacia un cambio democrático de régimen. No cualquier cosa nueva que haga un gobierno nuevo significa cambio de régimen político, y si en este caso lo significaran las consultas y "la revocación" no sería hacia un régimen más democrático.

Las "consultas populares" que ha hecho el obradorismo no son democráticas, son una farsa. Como he demostrado, las experiencias más grandes y relevantes –casos Texcoco y Baja California- tuvieron una participación menor al 2% de los posibles ciudadanos electores y, consecuentemente, dieron menos del 2% de apoyo ciudadano a las opciones gobiernistas ("La ´democracia´ del menos de 2%. Dos ´consultas populares´ del obradorismo", DATAMEX, octubre 2019, Instituto Ortega y Gasset). Son "consultas de ratificación protegida", no ejercicios de democracia directa ni pasos hacia una mayor y mejor democracia.

La reforma de revocación de mandato es una apuesta: AMLO calcula que aún tendrá mucha popularidad en 2021, traducida en una mayoría que en una consulta no le revocaría el mandato y lo ratificaría ampliamente, impulsando a su partido en la elección intermedia del mismo año y reduciendo más el margen de operación de sus opositores. Es todo el fondo intencionado de una supuesta gran reforma.

Vargas Llosa dijo que ve en AMLO el riesgo de otra "dictadura perfecta". El gran escritor peruano siempre ha sido impreciso en el uso de la palabra dictadura sobre México. Pero no es impreciso que sí hay riesgo de que la democracia mexicana caiga, poco a poco, por acumulación de deterioro y reformas antidemocráticas. No ha sucedido, ni es inevitable, pero tampoco imposible. Es un riesgo. Por la ruta de los deterioros del primer año obradorista. Si sucede, no será de inmediato y México no se volvería una nueva Venezuela, "regresaría" a una versión del régimen autoritario (no dictatorial) del PRI que formó a López Obrador.

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