Propaganda obsoleta

Campañas de cara al plebiscito


Hemos entrado formalmente en la batalla electoral. Durante los próximos días comenzaremos a ver letreros, palomas y una serie de intervenciones comunicacionales especialmente diseñadas para influir en nuestra decisión y dirección del voto. Pero junto a eso, comenzaremos también a observar distintas tensiones de nuestro sistema, producto de una regulación electoral insuficiente y anacrónica.

Esta cuestión es especialmente crítica en nuestro escenario. A estas alturas, podremos convenir que la crisis social por la que atravesamos no se explica solo por necesidades materiales insatisfechas, sino que también (entre otras cosas) por una profunda sensación de abandono. Muchos ciudadanos parecen sentirse competentes para actuar en la arena pública, pero sintiendo que el sistema no les responde. Y cuando la clase política se percibe como alejada e impenetrable, la propaganda podría cumplir un rol esencial.

Distintos académicos han sostenido en los últimos años que las intervenciones electorales no solo cumplirían un rol persuasivo, sino que también uno democrático. En concreto, en periodos de campaña, los ciudadanos se sentirían más interesados por los asuntos públicos, más informados respecto a los temas en disputa y más cercanos a sus autoridades. Todas esas actitudes políticas -en Chile tan menoscabadas- suelen ser estables en el tiempo, por lo que el impacto de la comunicación política se hace aún más valorable. Sin embargo, para asegurar esos efectos democráticos debe existir una regulación adecuada de la propaganda electoral, cosa que en nuestro país no ocurre.

Las acciones comunicacionales de estos periodos suelen mirarse con desprecio y recelo por el legislador. Las campañas serían un foco de corrupción e inequidad, por lo que las normativas irían destinadas a impedir una lucha indiscriminada por el poder. Eso explica, por ejemplo, que todas las reformas recientes a los artículos 30 y siguientes de la LOC 18.700 (donde está regulada la publicidad electoral) se hayan realizado en función del financiamiento, de la probidad y de la transparencia. A diferencia de lo que sucede en las reformas al sistema electoral o de votos, los actos comunicacionales de campaña no parecen estar regulados en relación con su impacto en la legitimidad, satisfacción y afección con el sistema político.

Por otro lado, nuestra actual regulación opta por una mirada excesivamente personalista, en la cual los candidatos y partidos parecen ser los únicos agentes relevantes del proceso. Esto quizás funcionaba en los noventa, pero en la actualidad nos vemos enfrentados ante un nuevo paradigma, con una clase política fragmentada y con una participación privada que no requiere de mayores intermediaciones. Desde hace una década, la institucionalidad estadounidense ha tenido que lidiar con los comités de acción política (más conocidos como SuperPacs), organizaciones privadas que, sin estar coordinadas ni supeditadas a instrucciones de un partido, pueden realizar acciones electorales -que claramente inciden en la dirección y decisión del voto- con un presupuesto ilimitado.

En Chile no estamos ajenos a esta realidad. En nuestra última elección presidencial, la candidata Beatriz Sánchez se presentó con el apoyo de más de 10 organizaciones sociales. Lo que éstas hicieran podía fácilmente ser considerado como un acto privado, sin tener que estar sujetas a las restricciones propias de la propaganda.

La mirada prohibitiva y el excesivo sesgo personalista de nuestra regulación denota un anacronismo que nos puede traer serios problemas. Solo en las últimas semanas hemos podido observar letreros camineros y virales no pagados -todos fuera de plazo- que han desnudado las falencias e inconsistencias de nuestro sistema.

Si queremos que las campañas se transformen en herramientas que nos ayuden a fortalecer nuestra cultura cívica, se hace necesaria una modernización urgente. Esperemos, eso sí, que esta vez las reformas se realicen desde el prisma de la afección democrática y no solo desde el financiamiento.

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