Pueblo soslayado
Por Hugo Herrera, profesor titular de la Facultad de Derecho UDP
Es al pueblo al que se está desatendiendo, de diversas y graves maneras: cuando se pretende producir un texto constitucional con énfasis en lo que divide –lo “pluri-” étnico, nacional, etc.–, sin repararse con énfasis parecido en lo que une e identifica; cuando se intenta dar solución al conflicto mapuche omitiéndose referencia suficiente a la integración respetuosa de los grupos involucrados; cuando se posterga el urgente asunto de la inmigración.
El pueblo, aunque se lo soslaye, es una realidad insuprimible. Y ni el liberal de la gestión, ni el deconstructor de identidades, ni el separatista, pueden con él. Consta como fuerza inmensa y totalidad, que es fuente de plenitud y peligro. De plenitud en la experiencia colectiva; en los lazos formados a partir de los grandes esfuerzos nacionales; en la solidaridad desencadenada por políticas públicas efectivamente integradoras; en la confianza que facilita la pertenencia a un mismo contexto cultural e histórico. Pero también es fuente de peligro. Puede estallar y al hacerlo patenta como poderío capaz de botar la Bastilla o asaltar La Moneda.
Si el modo de conformación del pueblo incide en la plenitud o frustración de sus miembros, esa conformación es tarea política de orden primario. El Estado debe tomarse como prioridad la configuración del elemento popular, la cuestión de su unidad en la diversidad y de la diversidad en la unidad; el problema de la institucionalidad de los distintos grupos y del territorio.
Al reparar en esa tarea primaria, nos percatamos del centralismo funesto: las autoridades territoriales son impotentes y las autoridades poderosas no viven en los lugares concernidos. Entonces, asimismo, de la falta de políticas robustas dirigidas a producir integración de las diversidades según ciertos elementos culturales y materiales comunes, según cosas en común, que hagan plausibles las exigencias que plantea el Estado a sus miembros y viable a la República.
El Estado debe definir, también, cómo y hasta qué punto está preparado para recibir adecuadamente extranjeros. Si democracias maduras como la alemana, la francesa o la española han tenido el coraje y la lucidez de plantearse esas preguntas y desarrollar políticas de integración explícitas para los grupos inmigrantes, es falta de coraje o lucidez política o ambos, y carencia de aprecio por el pueblo, lo que está tras dos actitudes opuestas, pero que contribuyen, ambas, a la producción de la crisis y a su final inhumanidad: el énfasis casi mecánico en la gestión y la gendarmería, de cierta oligarquía derechista; y la apertura, en último trámite frívola, sin límites o sin límites suficientes a la inmigración, acompañada del ulterior desasimiento respecto al problema severo de una integración respetuosa y practicable.
¡Cuidar al pueblo! Así podría plantearse el llamado a la responsabilidad política y humana básica de quienes gobiernan.
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