¿Qué significa ser adulto?

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Por Sebastián Hurtado, Instituto de Historia, Universidad San Sebastián

En su condena a nuevos hechos de violencia perpetrados por estudiantes secundarios en Santiago en días recientes, el gobernador de la Región Metropolitana, Claudio Orrego, señaló que para ponerle fin a esta escalada es necesario que los adultos empiecen a actuar como adultos. En el lenguaje de hace tan solo una o dos décadas, la sugerencia del gobernador hubiera sido automáticamente entendida por la gran mayoría de nosotros. Los adultos mandaban, educaban, definían el curso del debate público y protegían a las generaciones menores de las vicisitudes de una realidad nunca exenta de riesgos. Este orden de cosas no era propio del neoliberalismo, el capitalismo, ni la sociedad urbana moderna, sino de formas de organización social y cultural de data muchísimo más antigua. La distribución de roles entre generaciones del modo descrito anteriormente es casi tan antigua como la existencia de la cultura en el ser humano y ha acompañado nuestra evolución como especie animal quizás desde antes de que fuéramos Homo Sapiens.

En el ambiente cultural de hoy, los roles de las distintas generaciones que conviven en nuestra sociedad no son tan claros y la frustración del gobernador ante los hechos de violencia protagonizados por adolescentes es en parte reflejo de una cuestión de muchísima mayor profundidad que lo que la discusión contingente permite apreciar. En una época no muy lejana, niños y adolescentes se formaban universalmente para enfrentar una vida adulta en la que uno de los fines primordiales era la reproducción y, por ende, la responsabilidad en la supervivencia, protección y orientación de las nuevas generaciones. Una vez en la adultez, estas personas en general asumían este rol y, con las variaciones inevitables de un mundo que siempre cambia, transmitían los mismos valores y principios rectores de vida a las generaciones que los seguían. La cultura de la adultez, por lo mismo, ha estado históricamente orientada por el principio ético de la responsabilidad hacia otros, principalmente en el seno de la propia familia. Extrapolado este principio a la interacción social fuera del círculo de parentesco más cercano, el resultado era, en general, un orden social y cultural en que las generaciones mayores eran responsables del curso de los asuntos que constituían lo público o, en sociedades más pequeñas, lo común.

Hoy, como resultado de procesos de diversa índole, la adultez y la formación para ella ya no tienen el mismo significado ni horizonte que en una época no tan lejana. La reproducción y la vida familiar que hasta hace no mucho eran el ideal cultural transversal, independientemente de cuán fiel haya sido su materialización en la realidad cotidiana de las personas, están actualmente en cuestión. No se trata solamente de los descensos significativos en los niveles de natalidad y fecundidad que se vienen observando hace ya bastantes años, sino del cambio que junto a ello se observa en los horizontes éticos de los individuos formados en esta nueva realidad. Porque lo cierto es que, más allá de los mensajes específicos que cada cultura haya creado y transmitido en el seno de una sociedad dada, lo que históricamente ha orientado la ética de las relaciones entre las distintas generaciones ha sido la realidad hasta hace poco universal de que el sentido de la vida adulta es la responsabilidad hacia los menores.

Nuestro discurso cultural actual, y esto parece ser particularmente cierto en Chile, ha asumido una postura que en muchos sentidos es radicalmente opuesta a lo que hasta hace poco era sentido común. Cada vez es experiencia más extendida que la vida adulta no esté definida por las responsabilidades inherentes a tener hijos o formar una familia nuclear tradicional. Por lo mismo, el significado de la vida adulta está cada vez menos asociado a cuestiones que requieran responsabilidad ante otros. Como ya se ha dicho abundantemente en los últimos años, el individuo es el soberano y el sujeto primordial del sentido de la vida. Una consecuencia más o menos lógica de lo anterior es que el esquema de relaciones intergeneracionales que subyacía al orden social hasta hace no mucho tiempo se haya visto subvertido, lo cual se ve además facilitado por cuestiones que afectan la cohesión social como la desigualdad y el declive de la legitimidad de las instituciones. En Chile, hemos sido testigos de algunos rasgos de este proceso al menos desde el año 2011 y el estallido social del año 2019 está indudablemente relacionado con lo mismo.

El escenario basal que subyace al problema apuntado por el gobernador Orrego es probablemente irreversible. Lo que nos compete como sociedad, en Chile y a nivel global, es intentar resolver la cuestión de las relaciones entre las distintas generaciones, considerando que el horizonte ético de la vida adulta ya no está definido primordialmente por la responsabilidad hacia los menores del modo en que esto funcionaba en una época no muy lejana. El desafío es enorme, pues no se trata de una cuestión radicada exclusivamente en la contingencia, sino de materias que hunden sus raíces más profundas en nuestra naturaleza como especie. Con todo, es posible y quizás inevitable que encontremos el ajuste dentro de un esquema de suficiente cohesión social, como ha sido el caso de las transformaciones en los roles de género en el último siglo. Sin embargo, para ello y para poder actuar como sugiere el gobernador Orrego, es preciso que, en ausencia de las fuerzas que modelaban nuestra vida en sociedad hasta hace poco, definamos qué significa y cuál es el sentido de ser adultos hoy.

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