¿Qué transición energética queremos para Chile?
Por Claudia Fuentes, Fundación Chile Sustentable
La transición energética en Chile es noticia y hay políticas públicas que la están promoviendo. El proyecto de ley que prohíbe y regula el funcionamiento de las termoeléctricas a carbón al año 2025, el proceso de actualización de la Política 2050 que está llevando a cabo actualmente el Ministerio de Energía, la elaboración de la Estrategia Climática de Largo Plazo del Sector Energía, la Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde, son algunos ejemplos de iniciativas que están poniendo en discusión la pregunta ¿qué tipo de transición energética queremos?
Chile es reconocido internacionalmente como un caso exitoso en lo que refiere a la transición hacia energías renovables. Este proceso marcado por la creación del Ministerio de Energía, la Ley Corta I, Ley Corta II y todas las reformas para mejorar la transparencia, fiscalización y participación de otros actores permitió el boom de inversión y desarrollo de las energías renovables, sin embargo, esta “revolución energética” ha fallado en la promoción de una energía más democrática en el acceso, más descentralizada en la generación y consumo, y con mayores niveles de participación ciudadana al momento de definir políticas públicas; al contrario, se ha mantenido la concentración de mercado, se sigue apostando por grandes infraestructuras y las decisiones son tomadas centralizadamente por ingenieros y planificadores.
Algunos autores plantean que los procesos de transición energética han estado marcados por una narrativa capitalista-tecnocrática en donde los tradicionales actores que alguna vez basaron su negocio en los combustibles fósiles, ahora frente a la delicada situación climática y las exigencias internacionales, ven en la transición hacia energías renovables una oportunidad para seguir manteniendo su posición dominante en el mercado y continuar aumentando su riqueza. Incluso desde Latinoamérica se incorporan preocupaciones geopolíticas y se cuestiona el rol que tienen países dominantes y corporaciones globales energéticas que tienen el predominio para instalar, gestionar y comercializar la tecnología y la industria verde.
En el caso de la energía eléctrica en Chile hay 4 grandes empresas: Engie (francesa), Enel (italiana), Aes Gener (estadounidense) y Colbún (chilena) que en cuanto a capacidad instalada en el Sistema Eléctrico Nacional representan más del 60% del mercado de generación, y curiosamente son las dueñas de las termoeléctricas a carbón, pero a su vez son las empresas que más están invirtiendo en energías renovables. En el caso de la distribución, ENEL junto a CGE dominan casi el 80% del mercado, lo que no ha estado exento de polémica en lo que refiere a la forma en cómo estas empresas usan su posición dominante en el mercado para limitar la entrada de actores pequeños que desean instalar proyectos de autogeneración.
Otro ejemplo, es la Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde, la cual nació desde una iniciativa de Corfo para promover el mercado del hidrógeno en Chile, y ahora se plantea desde el propio Ministerio de Energía que la idea es convertir a Chile en uno de los países líderes en la producción y exportación de hidrógeno verde, lo que sigue reforzando esta idea de que los beneficios de las tecnologías renovables no están siendo repartidos en la sociedad y se limita la posibilidad de democratizar el uso de la energía y su tecnología.
Adicionalmente, estas visiones tecnocráticas dejan de lado aspectos culturales, sociales y políticos de la energía que deben tomarse en cuenta al momento de realizar políticas públicas. No se cuestionan los conflictos socioambientales que se generan en torno a proyectos de energía solar o eólica, tampoco se cuestiona la expansión de la industria del litio en los salares altiplánicos ni se reconoce el desplazamiento de comunidades indígenas debido a proyectos hidroeléctricos. Tampoco esta visión tecnocrática ha podido hacerse cargo del problema de la contaminación por leña en el centro-sur del país cuyos ribetes socioeconómicos, culturales y de desarrollo local necesitan de iniciativas transdisciplinarias, y no solamente ofrecer beneficios de recambio de calefactores u ofrecer rebajas en la tarifa eléctrica por concepto de calefacción mediante un acuerdo entre empresas y el Ministerio de Energía que subsidia.
Vale la pena preguntarse ¿qué transición energética? ¿para qué? ¿quién define la ruta? ¿quién se queda con los beneficios? ¿quién paga los costos? Actualmente tenemos una democracia tecnocrática, donde los problemas sociales son traducidos a términos técnicos y la participación ciudadana es top-down y está reducida a debates donde se discute en base a criterios económicos y de mercado, sin dejar espacio para plantear visiones alternativas de desarrollo energético desde las comunidades.
Estamos en un momento histórico, en donde justamente la “transición democrática” ya ha sido sobrepasada ante el ocaso de la legitimidad del pacto social impuesto en dictadura (la misma dictadura de la que data la Ley Eléctrica). En esta misma línea, necesitamos también cuestionar la idea tradicional de “transición energética” tecnocrática-capitalista, y comenzar a construir colectiva y democráticamente un concepto que considere la desigualdad en el acceso a energía, un concepto que cuestione los patrones de desarrollo que nos han llevado a la crisis climática, y un concepto que reconozca a la energía como un derecho y una herramienta para mejorar las condiciones de vida de las poblaciones, donde en el centro estén los aspectos de justicia ambiental, social y climática.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.