¿Quién fiscaliza el uso de los impuestos?
La discusión sobre la necesidad de una reforma tributaria durante los últimos años se ha concentrado en dos pilares fundamentales: incrementar la recaudación (primera reforma) y simplificar el sistema tributario sin afectar la recaudación (reforma en discusión). El factor común resulta evidente: incentivar la recaudación fiscal para financiar los proyectos del Estado.
Ahora bien, la recaudación fiscal se produce por la interacción de distintos actores. En primer lugar, la tarea de determinar las obligaciones tributarias pesa sobre los propios contribuyentes. En segundo lugar, el Servicio de Impuestos Internos fiscaliza las declaraciones de impuestos presentadas y en ciertos casos determina diferencias de impuestos. Finalmente, la Tesorería General de la República recauda. Pero, ¿quién fiscaliza el uso que se da a los impuestos? ¿Quién se preocupa de que, una vez enterados en arcas fiscales, los recursos recaudados sean bien utilizados?
La pregunta anterior no es irrelevante si se tiene en consideración que uno de los cuestionamientos típicos que genera el pago de impuestos guarda relación con el destino de los fondos recaudados: el pago de operadores políticos en distintas reparticiones del Estado; los pagos por obras públicas a sociedades concesionarias que luego subcontratan total o parcialmente las licitaciones que se adjudican capturando el sobreprecio (la popular "pasada"); el despilfarro de recursos fiscales en obras civiles defectuosas, como puentes vergonzosamente mal ejecutados o carreteras que se desploman con un temblor, entre otras, son todas ineficiencias que resultan en una sensación de desidia generalizada frente a la obligación de pagar impuestos. ¿Para qué pagar impuestos, si los fondos recaudados van a malgastarse de esa manera?
A pesar de las competencias de que goza la Contraloría General de la República y las múltiples auditorías que figuran publicadas en su página web, muchas de ellas se concentran en verificar que la ejecución de proyectos u obras públicas se hayan ajustado a las bases de licitación o a las exigencias constructivas respectivas; o que los documentos fundantes de dichas obras o proyectos se encuentren debidamente tramitados. Que los recursos fiscales hayan sido administrados con un mínimo de prudencia, que los precios pagados resulten razonables dados los estándares del mercado; y en fin, que los fondos públicos hayan sido correctamente utilizados, ese es otro asunto.
La indignación que genera el mal uso de recursos fiscales y la necesidad de fiscalizar su uso, no obstante su relevancia, no ha sido un asunto considerado en la discusión sobre una posible reforma tributaria. La conciencia de que los impuestos han salido de nuestros bolsillos requiere que exijamos, como contribuyentes de los recursos con que funciona el Estado, una fiscalización férrea. La Contraloría, o la institución que sea que ejerza la función de fiscalizar del uso de recursos fiscales, debería ser una institución aterradora, imparcial, independiente del gobierno de turno y con una dotación suficiente para poner en entredicho, y con publicidad, a quien sea sorprendido desperdiciando recursos fiscales.
El énfasis en la fiscalización del uso de recursos fiscales podría claramente cumplir con un doble objetivo que resulta crucial. En primer lugar, debiese ser capaz de disminuir o eliminar ineficiencias en el uso de recursos fiscales y por ende optimizar su rendimiento; y además debería funcionar como el mejor de los incentivos al cumplimiento tributario.
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