
Quién manda a quién

En enero, debía jugarse la Supercopa, entre Colo-Colo y Universidad de Chile. Las autoridades juzgaron que, debido a las barras bravas, era imposible disputarla en Santiago, Concepción y Temuco. Finalmente se programó para Coquimbo, con la restricción de que solo pudieran asistir residentes de esa región.
La Garra Blanca no estuvo de acuerdo. Algunos días antes, mientras Colo-Colo jugaba contra Racing, suspendieron el partido lanzando fuegos de artificio, y desplegaron un cartel amenazante: “Si no estamos, la cancelamos”. Dicho y hecho: la Supercopa fue cancelada, y, tres meses después, aun no tiene fecha ni lugar para realizarse.
La Garra Blanca decide, las autoridades acatan.
Este jueves, dos hinchas murieron en las inmediaciones del Estadio Monumental, mientras intentaban entrar a un partido de Colo-Colo. Las autoridades decidieron que el encuentro por la Copa Libertadores se jugara de todos modos. Pero la Garra Blanca decretó otra cosa: sus miembros invadieron la cancha y el juego se suspendió.
La Garra Blanca decide, las autoridades acatan.
Este domingo debía disputarse el Superclásico del fútbol chileno. El plan de seguridad había sido aprobado por los encargados. Tras la tragedia del jueves, estos confirmaron que el partido se jugaría. Por lo demás, la barra de Colo-Colo no tenía nada que ver; el partido sería en el Estadio Nacional, solo con hinchas de la Universidad de Chile. Pero la barra brava dictaminó otra cosa: “que ardan las calles … con odio y venganza, la Garra Blanca avanza”, amenazaron. El gobierno echó pie atrás y canceló el partido.
La Garra Blanca decide, las autoridades acatan.
Esta secuencia de acontecimientos evidencia el estado de las cosas: autoridades pusilánimes y sobrepasadas, y un pequeño grupo de barristas con impunidad para hacer y deshacer a su antojo.
Ante la indignación ciudadana, aparecen discursos prediseñados para complacer a cada tribu. De un lado se dice que esta es una nueva muestra de la anomia generada tras el estallido. Del otro, que toda la culpa es de las sociedades anónimas que son dueñas del fútbol.
Estos discursos tendrían algún sentido si la violencia de las barras fuera un fenómeno nuevo. Pero no es así.
Su primera vida la cobraron en 1990, cuando Danilo Rodríguez, un joven hemofílico de apenas 17 años, fue salvajemente golpeado por miembros de la Garra Blanca por estar vestido con una camiseta de la Unión Española.
Desde entonces, las barras bravas han prendido fuego a estadios, vandalizado el transporte público, se han baleado, apuñalado y emboscado con miembros de barras rivales y también entre distintos “piños” o grupos de los mismos clubes, para zanjar disputas de poder internas.
También han obligado a suspender partidos, incendiando tribunas, hiriendo a futbolistas y desatando el caos en los estadios.
Las barras bravas surgieron en una época en que la Iglesia Católica y los partidos políticos se retiraron de las poblaciones. Llenaron ese vacío con una oferta copiada de la religión y la política: la promesa de formar parte de una comunidad con sus propias señas de identidad. Ritos y banderas; colores e himnos; héroes y mártires.
A ello se sumó la glorificación de la violencia, mientras el narcotráfico imponía también esa cultura en vastas zonas de las comunas más populares de Santiago.
También han sabido ser útiles al poder. Antes de las sociedades anónimas, los barrabravas oficiaron de soldados para dominar, con votos e intimidación, asambleas y elecciones. Los de Abajo recibieron financiamiento e inmuebles, e incluso se les legitimó como representantes políticos; fueron uno de los grupos fundadores de Juntos Podemos, una coalición de izquierda liderada por el Partido Comunista.
Los políticos contrataron a los barristas para pelear la batalla callejera por la propaganda electoral. Y cuando asumieron las sociedades anónimas, la relación no se cortó, como evidenciaron los negociados entre el ministro de Deportes Gabriel Ruiz-Tagle, cuando lideró la concesionaria de Colo-Colo, y el líder de la Garra Blanca “Pancho Malo”, a cargo de su propia fuerza de choque política.
Estos 35 años han estado repletos de discursos, leyes y programas que prometen poner fin, de una vez por todas, al vandalismo. La Ley de Violencia en los Estadios data de 1994. Estadio Seguro, de 2012.
Pero el único cambio es que el poder de las barras se ha ido asentando como una realidad inevitable. En 2019 decretaron que el campeonato nacional de fútbol debía cancelarse tras el estallido. Así fue.
Las barras decidieron, las autoridades acataron.
Tampoco tienen ya que ver necesariamente con defender sus colores o el bienestar de su institución. Sus intereses son autónomos o incluso contradictorios con los de sus equipos.
En 2020, Colo-Colo perdía 0-2 con Universidad Católica en el Estadio Monumental, y la Garra Blanca decidió dar por terminado el partido. Lanzaron varias andanadas de fuegos artificiales a la cancha, hasta que hirieron a uno de sus propios jugadores. El partido fue cancelado y Colo-Colo perdió los puntos.
En 2023, el clásico universitario se jugaba en Concepción. Pero Los de Abajo se molestaron porque Carabineros no les permitió entrar con sus “elementos de animación”, y lanzaron fuegos artificiales hasta obligar a cancelar el fútbol.
Ahora, Colo-Colo arriesga graves penas por la acción de sus propios “hinchas”, a solo días de celebrar su Centenario.
Cada uno de estos hechos es seguido por un par de días de declaraciones indignadas y promesas de mano dura, antes de que cada uno vuelva a lo suyo.
Los dueños de las concesionarias son aves de paso, que viven de la plata de la televisión y no están dispuestos a enfrentar malos ratos y amenazas por un problema que los supera. Los gobiernos duran cuatro años y también prefieren gestionar el día a día, bailando al compás de los violentos en vez de tomar el toro por las astas.
Así nos vamos poniendo viejos. Ya van 35 años desde la primera muerte.
Y, en este baile entre autoridades y violentistas, está claro quién manda a quién.
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