¿Quién puso en riesgo la actividad empresarial?

Convención Constitucional


Por Álvaro Ortúzar, abogado

Los convencionales discuten si el Estado seguirá siendo subsidiario, o pasará a ser un Estado solidario o de bienestar social. Suena bien la idea de solidaridad o bienestar. Si bien es cierto que las personas han tenido acceso a bienes de consumo, a la salud y educación pagada, al ahorro bien administrado, también lo es que están endeudadas en 5 o 10 veces sus ingresos. Obvio, es la evidente contrapartida de lo que les ha ofrecido el mercado y que ellos han aceptado. Pero parece que están dispuestos a cambiar este tipo de bienestar por un Estado que les promete solucionar sus problemas, mejores prestaciones de salud, educación de calidad, sueldos y jubilaciones dignas. Y todo sin perder lo adquirido. Es el mundo feliz de Huxley.

En la parte cruda, sin embargo, para que esto sea realidad, el Estado debe entrar a desarrollar las mismas actividades que los privados. Hay que explicar, eso sí, que lo hace desde un lugar superior. Él fija sus propias reglas. Decide qué es público y qué es privado. Y ya que estamos, la norma será que los bienes de producción son del Estado, a menos que permita que participen otros.

Se dirá que esto es una exageración; el deseo de desacreditar las promesas de un merecido bienestar. Lo que pasará es que el Estado “compartirá” con los entes privados la consecución de un objetivo esencial: la satisfacción de los derechos sociales. ¿Y cuáles son? En este vago concepto entran las empresas que proveen servicios o bienes: energía, minería, agua potable, telefonía, gas. Y por qué no, las agrícolas, forestales, de alimentos, automotrices. Todas son de interés general. ¿Y cómo lo haría? Aquí se pone un poco más difícil la cosa. Tiene dos formas: las expropia o compite con ellas. Las más relevantes (minería, por ejemplo), las expropia. Con otras, compite. Pero es sabido que el Estado no es un competidor real. No cumple con las mismas reglas que impone a las empresas, sus directores no responden a los “socios” (que son los ciudadanos), no se cuestionan sus decisiones, no quiebra porque el capital del Estado no tiene límites y que sus directrices no son empresariales sino políticas. Dado el fin solidario o de bienestar, las empresas privadas pasan a pertenecer a una organización social que es conocida con el nombre de “menor”, que solo lucra. Por lo tanto, el Estado no tiene obligación de compartir con ellas la satisfacción de los derechos sociales ni someterse a las reglas del mercado. El interés social lo autoriza a decidir en cuáles actividades quiere participar.

Detengámonos aquí. Esto no sucede sin razones; se ha estudiado el tema. Se dice que cuando los entes privados empresariales sobrepasan al Estado en áreas de interés público (léase salud, educación y muchas otras), se produce un desequilibrio indeseable. Si además ocurre que, por aplicación del principio de subsidiariedad, los derechos sociales dependen de las empresas privadas, hay un problema. Y cuando son acusadas de lucrar abusivamente de esos derechos esenciales, la balanza se carga al Estado protector. ¿Pasó esto en Chile?

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