Rebelión e ingobernabilidad en Perú
Por Alejandro San Francisco, profesor de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Publica
Poco antes de ser destituido, el presidente Martín Vizcarra vaticinó: “El gran perjuicio que podría darse, no al Presidente, no al gobierno, sino al país, es conducirlo a un escenario de imprevisibles consecuencias”. En la ocasión agregó que lo peor sería “sumergir nuevamente al país en un terreno de mayor agitación e inestabilidad”, asegurando que “entrar a un proceso de incertidumbre, donde nadie sabe qué va a ocurrir, coloca a todos en una situación incierta y compleja”.
Las palabras de Vizcarra han resultado proféticas, para dolor y continuidad de la crisis política que vive Perú. Tras la vacancia del lunes 9 de noviembre, se inició de inmediato un proceso de movilización popular contra el gobierno que asumió, liderado por Manuel Merino, elegido por el Congreso. Las protestas, junto con ser multitudinarias, habían comenzado rápidamente a pedir la salida del nuevo gobernante, cuyo debut fue más complejo de lo esperado: el sábado 14 murieron dos jóvenes en las protestas y hubo decenas de heridos, lo que incrementó las reacciones contra el Ejecutivo y la petición de renuncia del gobernante, que se verificó al día siguiente.
Tras la estadía breve y poco fructífera de Merino en el Palacio Pizarro, hubo un intento fallido de instalar a Rocío Silva Santiesteban (Frente Amplio) en el gobierno, pero su candidatura fue rechazada, en buena medida por la impronta izquierdista de la postulante. Finalmente, este lunes 16 fue elegido Francisco Sagasti (76 años, del Partido Morado), tras obtener 97 votos de respaldo y solo 26 en contra. Se trata de un hombre de carácter más centrista, con sólida formación académica en los Estados Unidos y que recibió un respaldo amplio en el Congreso. Además, fue uno de los escasos 19 diputados que se opuso a la destitución de Vizcarra, y hoy tiene la gran tarea de conducir de manera pacífica la transición y normalización política de un atribulado Perú.
Este cambio no necesariamente calmará una situación que nació torcida y ha sido conducida de manera errática, precipitada y sin ideario. El Congreso peruano, que ha definido el nuevo gobierno, carece de la legitimidad suficiente ante la población y no ha mostrado capacidad política, que podría haber revertido parcialmente su situación inicial. Por lo mismo, no es fácil conducir un proceso político que incluye en su agenda de los próximos meses tanto la lucha contra la corrupción como las elecciones presidenciales de abril de 2021, que determinarán quién gobernará Perú entre 2021 y 2026.
La vacancia decretada por el Congreso abrió un escenario político impensado y que los propios congresistas fueron incapaces de prever y no es claro que puedan resolver: es la agudización de los problemas y la apertura de un futuro incierto, peligroso y crítico para la democracia del país andino, que hoy vive entre la rebelión social y la ingobernabilidad. Ni Vizcarra ni Merino ni Sagasti llegaron al gobierno a través de elecciones democráticas, sino como consecuencia de la crisis política que se ha extendido en Perú desde hace algún tiempo, y que no faltan quienes ya han comenzado a estimar que se arrastra al menos desde hace treinta años, cuando asumió Alberto Fujimori. Paralelamente, algunos líderes de la izquierda –como ha planteado a través de Twitter y en entrevistas la excandidata presidencial Veronika Mendoza– aseguran que el problema político es mucho más profundo: “No queremos solamente un cambio de figuras, queremos una nueva democracia y un nuevo Estado que garanticen los derechos ciudadanos y pongan la vida por delante del lucro. Y tú, ¿si este 11 abril pudieras decidir en una #SegundaUrna si el Perú necesita o no una #NuevaConstitución?”
Con ello, se abre un flanco más a la discusión política, como ocurrió en Chile a fines de 2019 –en un proceso que está en curso– y que también tiene final abierto. Parte del éxito o fracaso del proceso se deberá a este nuevo gobierno de transición y también a la forma que tomen las movilizaciones sociales y cómo evolucionen sus demandas, que parecen estar en constante movimiento.