Recalcitrantes por la Democracia
El profesor Hugo Herrera sostiene que “hay un grupo fáctico que aún hace financiamiento irregular de la política”. Su columna es un ejemplo de un postulado que se ha instalado, según el cual, por un lado, se cuenta el mito que la política puede ser ejercida por personas que no necesitan recursos o que, si los requieren, son legítimos sólo si provienen del Estado. Por otro, que sólo los que se dedican profesionalmente a la política (incluidos los que la estudian las universidades), pueden involucrase en ella, porque estas personas son impolutas, no tienen intereses; si otros se involucran, esas incursiones son inmorales, porque obedecen a intereses. A modo de ejemplo, el señor Herrera se pregunta, como si hubiese o fuese algo turbio, “¿Quién financia a Sichel, el candidato sin partido?” y luego ataca a Centros de Estudio que reciben financiamiento privado.
Ambos postulados son falaces.
La democracia supone que todos los ciudadanos participen en política, y mientas más, mejor. La política es la invitación a “la cosa pública”, es decir a lo que interesa a todos. La forma mínima de participación es votar, la máxima ser candidato a cargos de elección popular. La primera es gratis, la segunda no.
Desde la reforma sobre el financiamiento de la política el acceso a recursos para la actividad política fue tomado por los partidos existentes. Estos, con las rentas de sus bienes, con las cuotas de sus miembros, pero principalmente con el aporte obligado de todos los chilenos, controlan el acceso a política. Ellos deciden quienes tendrán dinero para ser candidatos, qué rostros se dan a conocer, cuáles ideas se pueden ofrecer a los ciudadanos. Así, en algunos partidos, entre la red de funcionarios pagados por el Estado, más redes de caudillaje y nepotismo, se administran los pases de quienes pueden participar: el cuñado o el amigo sí, los demás no.
Si un independiente ofrece algo distinto, el camino está lleno de obstáculos. Si alguien quiere armar un nuevo partido, también. La llave económica de la democracia les pertenece a los que se apropiaron de ella, y no quieren compartirla.
No obstante, el derecho de asociación aún existe, también el de libertad para expresar ideas, y el derecho de participar en elecciones. Todos los que quieren, legítima y legalmente, pueden organizarse para promover públicamente esas ideas y candidatos que las representen. Pueden construir páginas web para exponerlas, pueden hacer seminarios y videos que circulen en las redes sociales. Porque la política ocurre en el mundo real, no en un éter de ángeles. ¿Cómo lo hacen esas personas? Fácil, se reúnen en asociaciones sin fines de lucro, abren una cuenta corriente, todo el que quiere pone ahí su aporte y eso es todo. No le piden favores a nadie, no se obligan a cambio a contratar a un sujeto incompetente en una municipalidad o ministerio, no transan la aprobación de una ley útil a cambio de mantener un gasto público inútil.
En cuanto a intereses, todos tenemos, en distintos temas y con diversa intensidad. La política debe conciliar esos intereses y materializarlos. Como no es posible satisfacerlos todos simultáneamente, la democracia busca un acomodo: intenta hacer lo que quiere la mayoría y trata de determinar esto por medio de elecciones que “representen” esas preferencias, garantizando los derechos de las minorías y la alternancia. Los intereses pueden ser de trabajadores, de ambientalistas, de jubilados, de etnias, de empresarios o de estudiantes, de liberales o conservadores. Todos pueden participar.
Lo injustificable es el cerco económico contra la participación de ideas y personas que no sean del club. Esto obliga a los independientes y novatos a rendir vasallaje a las directivas de turno de los partidos, so pena de estar excluidos por una superioridad moral de cartón: los buenos son los políticos, sus familiares y seguidores, financiados por el Estado. Los malos y con intereses espurios, todos los demás, que nos dedicamos a la actividad privada y queremos participar en lo público. La nueva Constitución debe impedir ese vasallaje.
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