Recuerdos de una toma mapuche

Hace 20 años fui a reportear para Artes y Letras una toma mapuche en las cercanías de Purén: la comunidad Juan Maril Loncoyán Grande acababa de ocupar un predio de la Forestal Mininco. A principios de los años 70, los padres de los comuneros actuales formaron allí un asentamiento llamado Pelantaro, pero en 1976 fueron expulsados y se vieron obligados a dejar atrás las siete hectáreas de árboles que habían plantado. A fines de 1997 los hijos regresaron a reclamar y explotar lo que con justa razón consideraban suyo. En ese entonces, yo era joven e idealista, y aunque no escribía muy bien, tenía bastante claro lo que deseaba expresar en mi reportaje, incluso antes de pisar a la zona. Y así nomás lo hice.
Publicado el artículo, una periodista del diario ligada al pinochetismo me enrostró falta de objetividad al presentar de manera tan benigna a los mapuche con quienes compartí algunas jornadas (dormía en una camioneta al interior de la toma, prudentemente alejado para no molestar, me aseaba valiéndome de un bidón de agua). La crítica me pareció un tanto descabellada, tal vez un pelín histérica, sobre todo si era yo el que había estado en el lugar, no ella.
Hoy puedo admitir que acallé a propósito episodios que habrían sido miel de ulmo para sus oídos prejuiciados, aunque lo que ella asumió como un verdadero ají cacho de cabra atravesado en la garganta, era la falacia que percibía en la duda con que cerré el reportaje, un estigma inaceptable para el pituquerío del cual mi colega formaba parte: ¿puede considerarse realmente chileno alguien que no tenga sangre mapuche? Yo sabía que la pregunta invierte ligeramente el orden de ciertos factores, que tensa un poco la cuerda, pero a veces la historia nos invita a aislar la ocurrencia de los hechos, precisamente para entenderlos a cabalidad.
¿Qué fue entonces aquello que vi y preferí omitir? Vi armas, vi a violentistas de comunidades cercanas, vi el actuar prudente y dialogante de Carabineros, a diferencia de los desquiciados detectives de Investigaciones que irrumpieron en la toma durante una madrugada, y, sin mediar provocación, llevaron a cabo un operativo intimidante y desmedido. Vi también a grupitos de alumnos de Sociología de la Universidad de Chile, desaseados, hoscos e intrigantes, cuya única labor allí, además de abusar de la hospitalidad mapuche, era adoctrinar en el ABC del marxismo a cuanto ingenuo cayese en sus peroratas.
Después del segundo día en terreno, yo ya había alcanzado cercanía con el lonco y con miembros locuaces de la comunidad. Aun así, el cahuín que urdieron a mis espaldas los mugrientos aspirantes a sociólogos me puso en aprietos, y, de un segundo a otro, me vi rodeado por decenas de comuneros que, palín en mano, exigían saber mi verdadera procedencia. El asunto, evidentemente, consistía en un juicio público. ¿Dónde estaba mi carnet de periodista? Mi sección no estila dar credenciales de prensa, me defendí. ¿A quién le informaba yo realmente? La imagen, vista a cierta distancia, ha de haber sido cómica: un tipo desgarbado, 40 centímetros más alto que sus airados inquisidores, sudando frío y gesticulando a más no poder. Si bien zafé de lo que en un momento intuí como una paliza plausible, la confianza entre mapuche y huinca se quebró para siempre. Ello no impidió, sin embargo, que escribiese lo que siempre supe que iba a escribir.
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