Resplandores y eclipses de la ciencia y la razón

Sol
Crédito: Nasa

La pandemia de Covid-19 ha mostrado los vestidores de la actividad científica. Allí, como en toda actividad humana en plena marcha, nos encontramos con partidas falsas, callejones sin salida y errores. Para algunos esto puede promover desconfianza o escepticismo en esta actividad, pero, muy por el contrario, es parte esencial de la construcción del edificio científico, una obra extremadamente difícil de edificar, pero que por su naturaleza, una vez bien cimentada, se consolida firmemente.



En medio de la pandemia de Covid-19 la ciencia ha sido el centro de la atención de los medios y el público. Quizás nunca en la historia la actividad científica había sido seguida, examinada y comentada con tanta minuciosidad e insistencia. Por un lado, esto parece una oportunidad para exaltar la importancia de la ciencia en nuestra sociedad. Por otro, es un ambiente fértil para alimentar la desconfianza en ella. Es que estábamos acostumbrados a ver sus resultados en un escenario bien preparado, desplegando todo su virtuosismo con elegancia y autoridad. Mágica tecnología bien empacada, aventuras bellamente fotografiadas en la profundidad de los mares o en las entrañas de la galaxia, tratamientos médicos milagrosos, predicciones asombrosas.

En la vorágine de información que ha acompañado esta pandemia, las cámaras han enfocado los vestidores de la ciencia, las salas de ensayo. Sumando a que esto viene acompañado de la desesperada urgencia ante una crisis sanitaria, lo que se ve es la bulliciosa y desorganizada realidad de cualquier empresa humana en plena marcha: partidas falsas, callejones sin salida, contradicciones, encendidas discusiones, errores. ¿No era acaso la ciencia la más objetiva, metódica y concienzuda de las actividades? De pronto el mundo científico parece menos firme de lo que suponíamos, más inseguro y nebuloso.

¿Qué cambió? Nada. Sólo que la ciencia está más acostumbrada a preparar sus actos hasta dominarlos, sin cámaras, sin anuncios, sin mostrar tanto el andamiaje. Si el conjunto de ideas científicas formara un edificio, la ciencia actual estaría en el último piso. Allí habría concreto húmedo, lonas flameando a merced del viento. Johannes Kepler, por ejemplo, comenzó su aventura en la mecánica celeste con delirantes ideas de esferas que encajaban en sólidos platónicos alrededor del Sol. La historia disipó esos andamiajes y dejó sus impecables tres leyes, que se transformaron en parte de las fundaciones más estables del edificio científico. Allá arriba los errores, la dificultad, son cuestión cotidiana, pero en la medida en que el tiempo nos permite acercarnos más a los fenómenos, visitarlos desde distintas perspectivas, las mejores ideas van fraguando, conectándose con una multiplicidad de otras hasta solidificar en pisos bien rígidos, con poco espacio para moldear.

Por ejemplo, supongamos que alguien propone que la Tierra es plana. El problema con esta idea no sólo queda en el ámbito de la mecánica celeste, aunque claro, es responsabilidad del que la propone explicar cómo sabemos, por ejemplo, que en Temuco un eclipse total ocurrirá exactamente a las 13:03:44 del lunes próximo. Lo sabemos hace 200 años. La forma precisa de la Tierra es parte de los datos que se necesitan para alcanzar esta extraordinaria precisión. Pero lo que en general no se tiene en cuenta es que las interconexiones del edificio científico son tan íntimas, que un cambio en la forma del planeta daría también por incorrectas las teorías más exitosas de nuestra civilización: la teoría atómica y la evolución de las especies entre otras. Claro, porque una tierra plana implicaría que el Sol debe estar a 5.000 km en lugar de 150 millones (sólo así podría explicar la observación de Eratóstenes). De ser así, su diámetro sería de menos de 50 km y su luminosidad mil millones de veces menor.

La mecánica cuántica, teoría capaz de explicar con exquisito detalle la física que ocurre dentro de las estrellas, no podría dar cuenta de la existencia de una estrella tan pequeña, fría y de ese color. Esta es otra historia llena de glorias y de andamiajes. Comenzó hace cien años, cuando Arthur Eddington especula que la energía de las estrellas proviene de la fusión de núcleos de hidrógeno. Posteriormente, en 1925, Cecilia Payne-Gaposchkin muestra que, en efecto, el hidrógeno es el constituyente principal de las estrellas. Su trabajo sufrió de una gran oposición, como era de esperar para el que entonces era el último piso, principalmente por parte de Henry Russel, uno de los miembros de su comisión de tesis. El mismo Russel que años antes había ayudado a clarificar la relación entre el color y la luminosidad de las estrellas, mostrando, entre otras cosas, que una del color del Sol, a 5.000 km de aquí, nos calcinaría.

Años después, Hans Bethe y Fred Hoyle describieron los mecanismos que permiten la fusión nuclear, explicando y prediciendo, en el camino, un enorme número de fenómenos. Así es como el andamiaje de la física estelar fue retirándose, dejando al descubierto una hermosa parte del edificio científico. Un Sol pequeño no podría albergar las temperaturas y presiones requeridas para la fusión nuclear. Quizás, entonces, no haya fusión. Quizás sea sólo la contracción gravitacional la que lo calentó, y no haya necesidad de acudir a la energía nuclear.

Esa, de hecho, era la idea que predominaba en el siglo XIX, antes de la física atómica. Pero había un problema. De no haber otra fuente de energía, el Sol debía ser extremadamente joven, ya que su brillo no podría durar mucho tiempo. Pero un Sol joven es incompatible con las observaciones. Entre otras, no daba tiempo para que la evolución darwiniana ocurriera sobre la Tierra (y si apenas midiera 50 km, como sugiere una Tierra plana, no daría tiempo ni para afeitarse). De este modo, una Tierra plana no es una idea que sólo impacte la mecánica celeste, además es incompatible con la teoría de la evolución, con la mecánica cuántica, con el registro fósil y con los teléfonos celulares.

Evidentemente, esta es una idea extrema, ridícula. Pero los extremos son siempre los mejores ejemplos para señalar un punto. En este caso, sobre la armoniosa rigidez de los pisos inferiores del edificio científico. De la enorme dificultad de construir en él y del tiempo que requieren las ideas en establecerse. Porque una teoría no sólo debe ser la respuesta a un problema. Esas surgen por millares. Debe también contrastarse con todas y cada una de las vigas, muros y revestimientos ya construidos del edificio. Allí es donde se ve la ciencia en acción, donde los científicos pasan la mayor parte del tiempo. Un lugar que la pseudociencia no visita, escondiéndose en miedos y conspiraciones. Quizás sea bueno, después de todo, que finalmente se haga público el lugar en donde casi todas las ideas terminan muriendo.