¡Que se termine ya!
Se nos va el 2018. Un año de más sombras que luces, donde lo que pensamos mejoraría no terminó de convencer a nadie, y aquello que debía empeorar se derrumbó de manera estrepitosa. En efecto, con el cambio de gobierno y la llegada de Sebastián Piñera, el eslogan de "Tiempos Mejores" entusiasmó a una mayoría de los ciudadanos, los que especialmente cifraban las esperanzas en las bondades del crecimiento económico y las mayores oportunidades. Pero a poco andar, tales expectativas se fueron frustrando, al punto que no sólo cayó la confianza de los inversionistas y empresarios, sino también comenzamos a experimentar objetivas señales en la dirección opuesta, como fueron las altas cifras de desempleo, el peor desempeño de la Bolsa en los últimos cinco años o las históricas pérdidas en nuestros fondos de pensiones.
Tampoco fue el año donde se recuperaron el diálogo y los consensos, tal como se prometió de manera insistente. Transcurridos ya 10 meses de gestión, el gobierno aún no comienza siquiera a tramitar sus reformas emblemáticas -como son la tributaria y la de pensiones- sino que a la fecha tampoco tenemos noticias del contenido de las tantas veces anticipadas modificaciones al sistema de salud y a nuestro régimen laboral.
Es cierto que poco ayuda la oposición, la que pese a la contundente derrota electoral que se le propinó, parece todavía no tomar nota de este asunto, y sumida en el deterioro y la perplejidad, ha sido incapaz de proponer una alternativa constructiva al proyecto que representa el oficialismo.
Y aunque sabíamos de la crisis de instituciones emblemáticas, nadie pudo imaginar un deterioro ético a estos niveles de profundidad. Lo que hemos terminado de conocer este año supera todo lo imaginable, especialmente si consideramos la posición y rol -tanto desde la ley como también de la fe- que los ciudadanos le otorgaban a Carabineros y la Iglesia Católica respectivamente. Quienes debían preferentemente protegernos y contenernos, cuya presencia fue otrora un signo de seguridad y esperanza, anidaron en su interior a victimarios, cómplices y encubridores, que terminaron aprovechando su posición de privilegio para cometer los delitos que hoy conocemos.
Parecía imposible, pero nuestra política y debate público siguen sorprendiendo para mal. Los argumentos son reemplazados por las agresiones físicas; la consigna populista anula la razón; mientras unos reivindican las dictaduras, otros pretenden silenciarlos con penas de cárcel; la polarización pulverizó al sentido común; y somos presa de una discusión binaria que desoye cualquier evidencia frente a la era del eslogan y la posverdad.
¡Feliz 2019!
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