Sin espacio para la sorpresa
Por Josefina Araos, investigadora IES
A solo dos días de haber conocido sus malos resultados en la primera vuelta presidencial, Gabriel Boric se reunió con la madre de la joven asesinada con una bala en la cabeza mientras amamantaba a su hija en La Pintana. “Nos bajamos del árbol”, afirmó el todavía candidato de Apruebo Dignidad, reconociendo las severas dificultades de su sector para apropiarse de la extendida demanda ciudadana por orden y seguridad, expresada con particular crudeza en el lamento de esa madre. Haya sido mera estrategia o verdadera convicción, nuestro actual Presidente comprendió en ese momento que su triunfo se jugaba en la capacidad de articular cambio y certidumbre en un solo programa político. La exigencia de transformaciones profundas que conduzcan a más y mejores prestaciones sociales era inseparable del reclamo por habitar calles y barrios seguros y tranquilos. El deseo de orden no es exclusivo de los poderosos, como piensan algunos, y los pobres no creen que haya que salir “a quemarlo todo”.
No había espacio entonces para la sorpresa, pues el gobierno disponía de todos los elementos necesarios para anticipar que su llegada a La Moneda implicaría en primer lugar asumir una agenda de seguridad contundente en distintos lugares del territorio nacional. Cuesta por lo mismo entender la demora en encontrar el tono adecuado, el tipo de gestos y acciones desplegadas, así como la improvisación de medidas que buscan ser innovadoras, pero que revelan más bien su propia impotencia. Visitas a La Araucanía sin protección que terminan en balaceras, ataques que se consideran protestas, indultos a los presos del estallido, diálogo con quienes amenazan al Estado, llamadas apresuradas a refundar Carabineros sin haber siquiera iniciado una investigación que aclarara los hechos que inspiraban la afirmación, y así. El último episodio de esta errática performance en materia de orden y seguridad es la propuesta de Estado intermedio, un eufemismo para no reconocer que no pueden prescindir de las herramientas, excepcionales pero insustituibles, que dispone el Ejecutivo para contener la violencia. Y, sin embargo, ni las florituras retóricas les han permitido contar con el apoyo del oficialismo, lo que se traduce en anuncios de acuerdos con la oposición que más parecen ruegos para controlar algo que, cómo no, los desborda.
Es evidente que cualquiera que llegara a La Moneda se habría visto sobrepasado por una realidad que hunde sus raíces en procesos de largo aliento. Pero este gobierno tiene una dificultad adicional. Su liviana relación con la violencia mientras era oposición le impidió entender la autonomía del fenómeno, que no responde a causas, sino que avanza por sus propios fueros. Y el paternalismo con que romantizó el inicio del estallido social del 2019 lo hizo afirmar que el pueblo, ante su despojo, quería y tenía el derecho a destruirlo todo. No pudo advertir así que el pueblo real es el que primero, y hace décadas, reclama del Estado garantizar vidas tranquilas. Es él quien debe encargarse de su pueblo, como bien afirmó esa madre de La Pintana. Sabe como nadie que no hay cuidado ni protección posible mientras el Estado no asegure primero la paz cotidiana. Quizás convenga volver sobre esa intuición del Presidente de hace algunos meses para introducirla en su práctica política; su gran ventaja es que no contará con una oposición desleal en esta materia. Y así tal vez esté aún a tiempo de evitar que en tres meses el gobierno más votado de la historia termine liderando el debilitamiento definitivo del Estado.
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