Sin margen para la irresponsabilidad

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Por María Paz Arzola, Libertad y Desarrollo

En los últimos años, la calidad del debate público en el país se ha ido derrumbando. Pareciera que, tras décadas de estabilidad democrática, crecimiento promedio del PIB sobre 5% anual entre 1990 y 2010, reducción sostenida de la pobreza desde un 68,5% a menos del 10% de la población y de un mejoramiento notorio en las condiciones de vida de los hogares, una parte de los chilenos comenzó a dar todos estos logros por descontados, olvidándose que ellos fueron posibles gracias a un esfuerzo continuo y, especialmente, a una gran responsabilidad.

Este olvido o acostumbramiento fue dando espacio a la aparición cada vez más frecuente de figuras “vende humo”. Especialistas en simplificar diagnósticos de problemas complejos y en hacer promesas grandilocuentes, pero incapaces de reconocer los costos que conlleva el hacerlas realidad. Lo que hace casi 10 años partió con el capricho de la universidad gratis para todos, más recientemente devino en el ofertón de aumentar las pensiones sin necesidad de más ahorro o en la reducción de la jornada laboral por ley, sin que ello afecte las remuneraciones. En lugar de discutir sobre cómo lograr instituciones menos burocráticas y más eficaces en áreas como la educación o la salud, el debate se redujo a exigir una mayor intervención y financiamiento estatal, como si ello, por sí solo, asegurara el salto al desarrollo.

En eso estábamos, cuando de golpe apareció un desconocido y peligroso virus que hoy amenaza no solo a Chile, sino al mundo entero. Entre otras cosas, el manejo de la emergencia en torno a éste ha dejado en evidencia la importancia de contar con autoridades y políticos responsables, cuyas decisiones se guíen más por la racionalidad y menos por la emocionalidad.

El FMI estimó que este 2020 nuestra economía podría sufrir una caída de hasta -4,5%. Mientras tanto, el déficit fiscal llegará a 8% del PIB y la deuda pública se acerca al 40%. Estamos entrando en una recesión económica que a mi generación no nos había tocado vivir y el espacio de acción para enfrentarla se ha estrechado considerablemente. Es posible que muchos de los avances sociales a los que nos habíamos acostumbrado vuelvan a verse amenazados y que muchos de los debates de los últimos años se vuelvan irrelevantes. La crisis reducirá al mínimo el margen para seguir derrochando tiempo y recursos púbicos en discusiones infructuosas y nos obligará a repensar cuáles debieran ser las prioridades del país, reenfocando los esfuerzos del Estado. En lugar de soluciones burocráticas y costosas, el desafío será idear y ejecutar propuestas eficaces que dejen de lado el simplismo y habrá que volver a escuchar a los especialistas, tan menospreciados hasta hace unos meses.

Necesitamos que los políticos estén a la altura y para ello, los ciudadanos debiéramos comenzar a exigirles mayor responsabilidad, así como los demás valores que nos llevaron a obtener los avances sociales que habíamos dado por sentados y que hoy nuevamente se vuelven esquivos.

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