Sobre mi generación
Por Pablo Ortúzar, investigador IES
La generación de los nacidos entre fines de los 70 y comienzos de los 90 es tal vez la más privilegiada en la historia de Chile. Todos sus miembros accedimos a condiciones de vida que nuestros padres y abuelos difícilmente pudieron imaginar. Nuestra conciencia política se desarrolló en democracia, sin los traumas directos de la dictadura. Y nos acostumbramos a un país estable, que cada año parecía ir mejor, a pesar de la enorme desigualdad.
Los mayores de treinta vivimos la interconexión del país, la masificación de Internet, y gozamos del acceso a la universidad, de los viajes dentro y fuera de Chile y del consumo en todas sus formas.
Pero durante todo este tiempo fuimos conducidos por una clase dirigente antigua, de personas nacidas en los años 30 y 40. Los mismos que incendiaron la democracia en los 60 y 70, y que cargaban con el trauma de esa responsabilidad. Personajes obligados a la prudencia de los acuerdos, las negociaciones y los compromisos. Una generación arrepentida de jugar a amigos y enemigos.
Entre nosotros está la “generación perdida”. Los nacidos entre fines de los 50 y comienzos de los 70 que vivieron su juventud en dictadura y llegaron gastados a la democracia, esperando un “turno” que no llegaba. Una generación inmadura, con la bala pasada, despolitizada e individualista, cuyo gran aporte fue la exploración de la subjetividad a través de las comunicaciones, la academia y las artes. El lote de Girardi, Rincón, Elizalde y tantos otros que pensaron que adulando y sirviendo a los dirigentes estudiantiles del movimiento del 2011 terminarían reinando.
Hoy, la “generación arrepentida” está en retirada. Y la incapacidad política de la “generación perdida” es patente: aparte de destruir la Concertación y renegar de su obra, tienen poco y nada que mostrar. Su despolitización los hace, en general, facciosos: de ahí que sean escaso aporte en el Congreso o anden fundando partidos unipersonales, como Fernando Atria, Jaime Mulet o James Hamilton. Todos mezclando un cinismo descarnado con la caza de purezas, “modelos”, “gestos simbólicos” y abstracciones. Como si la política fuera otro lienzo para plasmar subjetividades, en vez de la administración responsable de la vida en común.
El deber de liderar, entonces, parece haberle caído al grupo dirigente que viene después. A nosotros. Y el poncho amenaza con quedarnos enorme. Sobreprotegidos, sobreeducados y pretenciosos, parecemos tener mucho más en común con los defectos de la generación perdida que con las virtudes de la generación arrepentida. Es como si no quisiéramos ni conociéramos Chile. Como si nos ofendiera cada día que no fuera Holanda o Noruega.
Si no logramos hacernos prudentes rápido sin pasar por el trauma de destruir nuestra patria; si somos incapaces, más acá y más allá de una nueva Constitución, de construir acuerdos humildes y pragmáticos, que nos dirijan a paso lento pero seguro de nuevo a la promesa de esa pequeña, austera y digna felicidad que es la alegría; si fracasamos en esto, me temo que el país quedará simplemente a la deriva, hasta naufragar. Porque los países pueden fracasar. Y no tendremos a quién culpar. Niñotes privilegiados jugando con fósforos, le habremos quemado la vida a todos los chilenos más humildes, mientras les prometíamos el paraíso.