Opinión

Solos en multitud

La soledad se ha convertido en una experiencia habitual en Chile, afectando a más de tres millones de personas. Durante la pandemia llegó a afectar a uno de cada cinco habitantes, y aunque especialmente alta en mayores, golpea también a jóvenes, cuidadoras y personas desempleadas o recién independizadas.

Este fenómeno refleja profundas transformaciones sociales. La digitalización, lejos de reducir el aislamiento, ha incrementado las brechas de conexión interpersonal, especialmente entre jóvenes expuestos a presiones en redes sociales y dificultades para formar vínculos profundos. Vivimos cada vez más aislados en hogares unipersonales y condominios cerrados, con obligaciones que limitan el tiempo disponible para interactuar en comunidad.

Como investigador en estudios internacionales sobre soledad (como el publicado recientemente en la revista Aging and Mental Health que rompe el mito de que solo los adultos mayores sufren de soledad), he observado que esta no es solo resultado de deprimirse, aislarse o envejecer, sino una construcción social estrechamente vinculada al tipo de sociedad y a la desigualdad económica. Las sociedades individualistas presentan mayores niveles de soledad que las colectivistas, siendo Chile uno de los países más individualistas de Latinoamérica. Por el contrario, quienes viven en países con mayor equidad económica y cohesión social reportan menor soledad, independiente de su edad, estado civil, salud o educación.

La soledad también impacta la salud física y mental, aumentando riesgos de enfermedades que disminuyen la calidad de vida y los ingresos. Por eso es clave que diversos sistemas coordinen esfuerzos para detectar y atender tempranamente la soledad.

En un contexto donde cada vez tenemos menos hijos, las amistades adquieren mayor protagonismo como redes de apoyo emocional. Es urgente invertir tiempo y energía en cultivar buenas amistades y comunidades, con horarios laborales y espacios públicos que faciliten estos vínculos. La soledad tiene un antídoto y se llama comunidad. Está en nuestras manos crear políticas para reconstruir los vínculos que nos hacen más humanos y resilientes.

Por Esteban Calvo, decano de Ciencias Sociales y Artes, Universidad Mayor.

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