Tendríamos que estar ciegos
Por Sergio Muñoz Riveros, analista político
La Convención marcha por un camino del que solo cabe esperar desafueros como los ya vistos. En su seno predominan la embriaguez refundacional, la indolencia política y una especie de orgullosa ignorancia combativa, para la cual la realidad es solo un paisaje. Creer que, al final, puede salir otra cosa de la Convención, equivale a suponer que sus controladores también tienen un discurso de segunda vuelta. Ya han sido demasiados los malentendidos de los últimos dos años como para agregar uno más.
El experimento del segundo parlamento surgió del chantaje de la violencia que usaron los políticos oportunistas para congraciarse con los activistas de la revuelta antidemocrática del 18/O. No es posible olvidar la dejadez moral mostrada entonces por los partidos opositores, que estuvieron dispuestos a emplear cualquier método con tal de dañar al actual gobierno y, en lo posible, derribarlo. De aquellos polvos, estos lodos; de aquella indolencia, este engendro.
El plan de reingeniería configurado en la Convención se puede comparar con una bomba de fragmentación, cuya capacidad destructiva es tal que está en condiciones de provocar un colapso institucional y un inmenso retroceso económico y social. Ya no hay duda: la Convención se ha convertido en la mayor amenaza para nuestra convivencia en libertad. Y tal amenaza, no queda sino reconocerlo, vino desde la izquierda.
¿Cuál es el elemento más pernicioso? Sin duda que el intento de romper la unidad nacional, expresado en la desquiciada idea de fragmentar el territorio sobre la base de la diferenciación racial. Es la estratagema de la plurinacionalidad, un plan que, en los hechos, propicia la partición de Chile en múltiples comunidades autónomas. Se siente desde lejos el hedor del separatismo. A la espera, están los cabecillas del bandolerismo y los demás pillos que descubrieron la rentabilidad del negocio “ancestral” para imponer su dominio en el sur.
De buena fe, hay quienes aconsejan esperar el proyecto que salga de la Convención. En realidad, no hay nada que esperar. La pasividad no ha hecho sino alentar la insensatez. Es hora de que los ciudadanos entren en escena. El nuevo Congreso tiene el deber de recuperar la potestad constitucional que regaló el actual, y disponerse por lo tanto a ejercer la plenitud de sus facultades para sacar al país del atolladero al que fue empujado.
El problema principal no es el posible fracaso de la Convención, sino la posibilidad de que la desidia política lleve a la crisis al régimen democrático que hemos construido. Más allá de sus insuficiencias, ha sido la base del reencuentro nacional en la libertad y el firme soporte del progreso alcanzado. La democracia es perfectible, por supuesto, pero lo primero es tenerla. Corresponde actuar ahora mismo para evitar un descalabro que hundiría a Chile por mucho tiempo.
Si el nuevo gobierno no entiende que debe sostener el edificio, o asume una actitud ambivalente, no podrá dejar de pagar los costos.