
Trajes y pelucas del siglo XVII
Desde que en 1928 Alberto Edwards publicara su extraordinario ensayo interdisciplinario “La fronda aristocrática en Chile”, que reunía una serie de columnas de prensa sobre la formación política de la República, articulando en ellas su amplia cultura literaria, filosófica y no solamente historiográfico-política, se ha repetido una y otra vez que los partidos de la derecha pueden ser caracterizados como una “fronda”.
Si bien puede hacer pensar en un frondoso berenjenal contradictorio en que personas demasiado parecidas entre sí se enfrentan, la fronda es la honda, la resortera, esa catapulta de mano que utilizaban los sublevados franceses contra la regencia de Ana de Austria.
Porque la “fronda clásica”, que no es la chilena, la original, fue la francesa de tiempos del absolutismo monárquico. La nobleza de aquel Reino se habría resistido a sus reyes.
La versión chilena, alude a las resistencias al Ejecutivo, la Presidencia de la República que con Prieto, Bulnes y Montt (Portales y Bello) reconstruyó el país tras el cataclismo que fue la emancipación contra el Imperio Español.
No tengo ánimos de controvertir esta tesis, especialmente si en algo sirve para poner en regla revoltosos de todo el espectro político.
Quiero hacer notar otra cosa.
Si aquella fronda chilena ya era apócrifa, comparada con la francesa, la versión actual, me temo, no califica para esa alta designación.
Como muestra el conocimiento superficial de las obras teatrales de Pierre Corneille, el dramaturgo que dio vida en las tablas al mundo de la francesa, aquella gente era complicada, arisca, bravucona, pero eran héroes. No una mezcolanza de intrigantes, beatuchos (hasta si son libertinos), oblicuos, rígidos y oportunistas.
En rigor, otra es la característica distintiva. No es la fronda aristocrática, sino una especie de celopatía de menor cuantía.
Me explico. Mientras los grandes políticos de la izquierda fueron aquellos capaces de traspasar las fronteras de sus partidos, a los actuales, apenas les alcanza para conquistar a los del suyo propio. ¿Por qué líderes como Carmen Lazo, Mireya Baltra o Gladys Marín suscitaron la simpatía y admiración de tantos adversarios a su mundo?
Mientras los grandes políticos de la derecha construyeron sus partidos por sobre las identidades familiares, la celopatía no admite nada parecido. Cada uno de estos clanes se explica la historia reciente de Chile en virtud de ellos mismos. ¿Por qué Fernando Alessandri fue capaz de amistarse con Carlos Ibáñez, el fustigador de su familia? ¿Solo por haberse hallado ante las puertas de la elección de 1946? Muchas elecciones no logran eso.
Cualquier narrativa no digo que excluyente de la propia, sino deferentemente complementaria, hasta respetuosamente alternativa, les parece molesta, mitológica, farsante, tal vez una trampa distante.
La “fronda” chilena no fue así. Su capacidad era libre, receptiva, aglutinadora, noblemente anárquica, hasta kamikaze, dispuesta a adopciones masivas. Nada que ver con la celopatía friolenta, temerosa.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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