Un gobierno de implementación
Es urgente que la Oposición empiece un proceso sincero de trabajo colectivo. Por ahora, eso se ha circunscrito a un juego de ajedrez en el que muchos plantean que son más importantes los proyectos que las caras. Pero eso también parece una excusa débil de quienes no crecen en las encuestas.
La discusión política electoral parece estar centrada, naturalmente, en dos temas: el plebiscito y las potenciales candidaturas presidenciales. Incluso, las candidaturas presidenciales están marcadas por las posturas sobre el Apruebo o el Rechazo. Yo creo que esto es, a la vez, natural y problemático.
Es natural porque estamos ad portas de un momento inédito en la historia nacional, en que la ciudadanía va a definir si quiere un nuevo texto constitucional y cómo redactarlo. Problemático, porque el proceso constitucional no termina el 25 de octubre y su implementación estará a cargo de quien sea electo un año después.
Dados esos escenarios, cabe preguntarse por qué la discusión presidencial parece estar presentada en términos desconectados con el proceso que se inicia (y no el que termina) el 25 de octubre. ¿Por qué la pregunta a los potenciales candidatos es si están a favor o no del acuerdo constitucional (en el caso de Jadue, por ejemplo) o qué van a votar en octubre (en el caso de la derecha)? La pregunta relevante es cuál será su posición durante el proceso constituyente, cómo aglutinarán fuerzas a la hora de defender ideas durante el proceso y, más importante aún, como asegurarán una transición eficiente a nuestra nueva institucionalidad.
Quienes asuman el gobierno en marzo de 2022 tendrán una tarea compleja. Asumirán a pocos meses de que termine su labor la convención constitucional y tendrán que implementar un plebiscito de salida que asegura la participación electoral de todos (y no como el actual, donde las autoridades le quitaron por secretaría el derecho a voto a enfermos de Covid-19). Si la nueva Constitución es finalmente aprobada en ese plebiscito, le corresponderá a ese nuevo gobierno liderar un trabajo legislativo sin precedentes en democracia: adecuar y transformar nuestra legislación para que la nueva Carta Fundamental tenga aplicación inmediata. Esta no es una mera tarea técnica: el éxito del proceso va más allá de lindas declaraciones en la Constitución y pasa por cómo se asegura su operatividad.
Es por eso mismo que las discusiones sobre quién lidera un proyecto en miras a las elecciones de 2021 no debiera centrarse sólo en la cabeza, sino en las posturas que defienden. Por ejemplo, ¿tiene sentido que, mientras más del 70% de la población quiere una nueva Constitución que consagre derechos sociales, terminemos eligiendo un gobierno donde más del 50% de sus dirigentes ni siquiera quiere entrar en ese debate? Si realmente creemos que la Constitución es un paso importante en la solución de los problemas que llevaron al levantamiento social de octubre, el proceso de implementación de un nuevo texto no puede quedar a cargo de quienes no reconozcan esa necesidad.
Por lo mismo, es urgente que la Oposición empiece un proceso sincero de trabajo colectivo. Por ahora, eso se ha circunscrito a un juego de ajedrez en el que muchos plantean que son más importantes los proyectos que las caras. Pero eso también parece una excusa débil de quienes no crecen en las encuestas.
Al contrario, lo que hoy requiere un proyecto de oposición es que quienes quieran poner su nombre en el ruedo construyan consensos que los sustenten. Para hacer el trabajo más fácil, les propongo un punto de partida: el próximo gobierno no debe ser el que proponga un nuevo modelo de sociedad y desarrollo, para eso está el proceso constituyente. El próximo gobierno debe ser el que implemente de forma efectiva las aspiraciones populares que quedarán plasmadas en la próxima Constitución. Ese sería un paso fundamental para reconstruir las confianzas rotas entre la ciudadanía y las instituciones.