Un mal paso
Por Jorge Burgos, abogado
La crispación política que vive el país nos recuerda constantemente una verdad muy antigua: en determinadas circunstancias, los árboles no dejan ver el bosque. Es lo que se deduce de la inconciencia con la que actúan no pocos líderes políticos, pero también otras figuras públicas, respecto de las implicancias de la confrontación planteada entre el gobierno y la mayoría del Congreso en la cual ya no se está cautelando el respeto las normas constitucionales con las que el país ha funcionado durante 31 años. Lo ilustra el conflicto desatado por el tercer retiro de los fondos de pensiones aprobado por el Congreso mediante el atajo de la transitoriedad para reformar la Constitución de manera permanente, y que terminó siendo avalado por un acuerdo mayoritario del Tribunal Constitucional (TC) que rechazó el requerimiento del gobierno que había objetado su constitucionalidad.
El TC, atormentado por las pugnas internas, temeroso de que la violencia le pudiera afectar directamente, optó por actuar políticamente, y anunció un fallo que, en los hechos, pasó por alto su función específica, como se encargó de dejarlo en evidencia el ministro Iván Aróstica con los argumentos extrajurídicos que se preocupó de adelantar -previo a su participación en el acuerdo- ante la prensa expectante. No habría que descartar que este episodio marque un punto de inflexión en la decadencia de un tribunal que se empeña en poner en debate su justificación y de paso ayuda al aumento de las voces que sostienen derivar esta función en su totalidad a la Corte Suprema.
Desde este espacio hemos insistido en la trascendencia de mantener en la nueva Constitución un órgano constitucional autónomo, independiente, en la convicción que ni el poder parlamentario o el presidencial suelen ser los mejores defensores de la Constitución, y es dable una tendencia a sancionar normas que la contradicen. Entonces, si alguien considera que se ha aprobado una norma que viola la Carta Fundamental, ¿a quién acudir? La respuesta ha sido en el constitucionalismo moderno, a un tribunal encargado de controlar que las leyes se ajusten a la norma fundamental. Citando a Loewenstein, digamos que no siempre se puede esperar de la asamblea o de la mayoría de sus miembros que se corrija a sí misma, pues “los conejos no son los guardianes más seguros de un jardín”; dicho de otro modo, menos crudo, la creación de tribunales constitucionales nace del propósito de disponer de un órgano jurídico capaz de limitar los abusos del poder democrático.
Sin duda no es el mejor momento para su defensa, pero no se justifica poner en tela de juicio su existencia, las democracias que progresan en su mayoría crean tribunales constitucionales, jamás los suprimen o retornan sus competencias a la justicia ordinaria.
Por cierto que en la convención hay una buena oportunidad para, por ejemplo, modificar el sistema de nombramientos para que ellas se hagan en un contexto de deliberación informada, en que el mérito sea condición absoluta y que permitan el escrutinio ciudadano. También merece una revisión el denominado control preventivo obligatorio, tal como quedó en la reforma del 2005.
Que una mala decisión no nos haga retroceder, en una buena historia que comenzó en 1971.
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