Un país expectante



Por Jorge Burgos, abogado

Desde la recuperación de la democracia no se había creado un escenario electoral tan líquido. Son muchos los elementos de incertidumbre respecto de qué tipo de gobierno asumirá en marzo, integrado por qué fuerzas y con qué capacidad para garantizar la gobernabilidad. Ad portas de la primera vuelta, ni José Antonio Kast, ni Gabriel Boric, ni Yasna Provoste, ni Sebastián Sichel están en condiciones de asegurar cuál será su lugar en el punto de llegada. En los sondeos de hace seis meses, ninguno aparecía en los primeros lugares.

En las últimas encuestas resalta el hecho de que, frente a los siete postulantes, un no despreciable porcentaje de los consultados aún se ubica en el espacio “Ninguno/No sabe/No contesta”. Es dable pensar que, de aquí al domingo subsiguiente crecerá el interés por votar, y que en la opción de los electores pesarán muy diversos factores, no solo los alineamientos políticos tradicionales. De partida, al votante medio le dicen cada vez menos las antiguas categorías de derecha, centro e izquierda. Tampoco presta mucha atención a los programas, salvo que los comentarios indiquen que hay elementos disruptivos. Lo verdaderamente gravitante es el mensaje de los candidatos por los medios, o sea, las ideas que más repiten acerca de cómo gobernarían, pero especialmente, la confianza que inspiren.

Siempre han influido los rasgos de personalidad de los candidatos, pero quizás esta vez, debido a que no hay liderazgos sobresalientes, ello pasa a ser un elemento definitorio. En la tradición de nuestro país, la figura del Primer Mandatario necesita inspirar respeto por alguna razón sólida (inteligencia, cultura, experiencia política, capacidad de gestión, etc.), pero también por determinadas características ligadas a la credibilidad. Necesita ser visto, por ejemplo, como alguien de buen criterio que, frente a una situación difícil o de crisis, no perderá los estribos y actuará con templanza. En el actual contexto, es posible que no poca gente tienda a definir su voto no tanto sobre la base de grandes ilusiones, sino de que el país vuelva a ser, dentro de lo posible, aquel que era hasta antes de que se desencadenara la violencia. Expectativas modestas si se quiere, pero realistas. La confianza pasa a ser determinante en momentos de incertidumbre.

Eso implica que muchos electores pueden inclinarse por alguien que ofrezca garantías básicas de que no cometerá desatinos que empujen al país a una situación peor que la de hoy. Voto defensivo, podría decirse. O sea, preferencia por un gobernante que tenga el criterio suficiente como para no agregar problemas a los muchos que ya tiene el país. Es probable que la mayoría de las personas intente en estos días hacerse una idea de cómo podrían ser las cosas con tal o cual gobernante, y que eso incluya imaginar los asuntos concretos de la vida personal y familiar, la seguridad en los espacios públicos, las oportunidades de trabajo, la atención de salud, el precio de los alimentos, la calidad de los servicios públicos, acceso a la vivienda, etc.

Las mareas de los sentimientos colectivos han ido variando sustancialmente en los últimos meses. El segundo aniversario del 18 de octubre confirmó que la violencia es la mayor amenaza que enfrenta nuestra convivencia. La lectura “social” de la destrucción y el pillaje, que ha predominado en estos dos años, empieza a retroceder. Se ha acrecentado el rechazo al vandalismo y la adhesión a la democracia. Y es posible que el deseo de orden y estabilidad influya decisivamente en las consideraciones que hagan los ciudadanos frente al momento de votar. En definitiva, un país expectante.

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