¿Una Constitución deslegitimada?
"Distintas encuestas evidencian que la Convención no solo no está cumpliendo con su mandato, sino que ha defraudado la confianza que una abrumadora mayoría de ciudadanos depositó en ella."
La confianza que la sociedad deposita en sus instituciones y la credibilidad de que ellas gocen, depende tanto de las normas como de los procesos que las generan. Fue, justamente, el reproche a los orígenes históricos de la Carta actualmente vigente, uno de los principales motivos esgrimidos para argumentar su falta de legitimidad y, por tanto, la necesidad de una nueva Constitución.
El proceso constituyente en curso se inició con el objetivo de dar forma a un proyecto de un nuevo texto constitucional redactado de manera democrática, participativa y paritaria que, por tanto, gozara de mayor compromiso ciudadano, a fin de dotar de legitimidad a la institucionalidad naciente. Sin embargo, distintas encuestas evidencian que la Convención no solo no está cumpliendo con su mandato, sino que ha defraudado la confianza que una abrumadora mayoría de ciudadanos depositó en ella.
El afán refundacional extremo de algunos convencionales, la imposición de intereses identitarios; la supresión de las opiniones divergentes; el desprecio por los aportes que la sociedad civil y la academia se ha esforzado en producir de buena fe; la falta de rigurosidad técnica; el evidente desapego a nuestros símbolos patrios y valores republicanos y, particularmente, la notoria ausencia de autocrítica por parte de ciertos convencionales que, ensimismados, han puesto en tela de juicio el trabajo realizado y arriesgan desperdiciar una oportunidad histórica.
La Convención, que inició su mandato con un importante respaldo del electorado, hoy se aleja de los propósitos que conformaban su esencia. Las demandas ciudadanas que, según se prometió, encontrarían respuesta en la nueva Constitución, a la fecha, no han sido abordadas con la seriedad y profundidad que merecen o, lo que es más grave, han terminado recogidas en normas delirantes que, de aprobarse en el pleno, generarán un grave daño a las oportunidades de progreso del país y, en muchos casos, serán inviables en la práctica.
El principio de legitimidad en que descansa el Estado de Derecho supone que, tanto el poder político como la ciudadanía, seamos capaces de imponernos mínimos razonables que aseguren un proceso constituyente serio, que se haga cargo de la bicentenaria tradición constitucional que lo precede. De lo contrario – y paradójicamente - tendremos un proceso constituyente viciado en su origen a causa de la violencia que lo alumbró, y una mala Constitución deslegitimada al poco andar.
En este sentido, la ciencia política ha sido enfática en sostener que la convivencia en democracia exige que las instituciones y su normal funcionamiento descansen en un importante caudal de confianza ciudadana. En la medida que la legitimidad no se asocie a la confianza y que ambas no permeen los principios y normas recogidos en la Constitución, tendremos una democracia imperfecta que, en el corto plazo, puede desencadenar complejos desenlaces.
* La autora es abogada, investigadora Clapes UC y profesora en la Facultad de Economía y Administración.
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