Una justicia constitucional moderna, democrática y dialogante
Por Raúl Letelier, Universidad de Chile, y Domingo Lovera, Universidad Diego Portales
Un grupo de convencionales ha presentado una iniciativa constituyente en la que se redefine el modelo represivo de justicia constitucional (N°89-6). Aunque los titulares de prensa se centraron en una de sus consecuencias, la eliminación del Tribunal Constitucional (TC), la propuesta es mucho más que esto; ofrece un modelo de control de constitucionalidad jurídico que se abre al diálogo político. Se trata de un control de constitucionalidad que se desarrolla siempre en el marco de un proceso judicial y nunca fuera de él. Es, con ello, un control de constitucionalidad en la aplicación judicial de leyes. Pero, una vez que ese control es realizado dentro del proceso judicial, se abre un diálogo con el Congreso para buscar una forma de solucionar a largo plazo el problema que el control de constitucionalidad puede poner de relieve.
¿Cómo funcionará? Primero, la propuesta establece el deber de interpretación conforme. Esto quiere decir que todos los tribunales de justicia deberán interpretar las leyes del modo que más conforme resulte con la Constitución. No podrán dejar de aplicarlas, pero sí leerlas, interpretarlas y aplicarlas del modo en que mejor puedan conciliarse con los preceptos constitucionales. Esto es hoy completamente normal para los tribunales: interpretar la ley utilizando todo el bloque de juridicidad.
Es posible que en un litigio las partes estimen que la aplicación de una ley puede acarrear efectos inconstitucionales. Es decir, es posible que una ley, que en abstracto parece conciliarse con la Constitución, provoque a la luz de las circunstancias concretas de un caso consecuencias inconstitucionales, resultando imposible la interpretación conforme con la Constitución. ¿Qué pueden hacer las partes del proceso? Pueden presentar sus argumentos al tribunal, de modo de hacerle ver esos eventuales efectos inconstitucionales. Puede que no convenzan al tribunal, porque éste estima que la ley admite una interpretación conforme con la cual se evitan esas consecuencias o bien que dichos efectos inconstitucionales no existen. Puede ocurrir, sin embargo, que las partes que reclaman los efectos inconstitucionales sí convenzan al tribunal. O bien, que el mismo tribunal –sin necesidad que las partes los reclamen– tenga dudas de que exista forma de evitarlos por medio de una interpretación conforme de la ley.
En tales casos, la cuestión será llevada a una sala de la Corte Suprema compuesta por 9 integrantes sorteados que decidirá si existe o no la inconstitucionalidad o si puede haber una interpretación conforme. ¿Por qué una sala sorteada? Para evitar la captura y usos estratégicos que hoy conocemos (”vamos al TC, allá estamos 6-4″, como afirmó una vez el diputado Bellolio). Esta fórmula, cabe recordar, está incluida en el actual sistema de reclamos por infracción a los procedimientos que gobiernan a la Convención Constitucional. Nadie objetó la alternativa en su momento. Se ha dicho que este modelo atentaría contra la conformación de una jurisprudencia constante. Pero la gracia del precedente es, justamente, gobernar el razonamiento de jueces y juezas diferentes. Si el precedente solo funciona con un grupo constante de magistrados, perdería su sentido de ser una manifestación de la regla de universalización del juicio.
¿Qué puede hacer aquella sala especial de la Corte Suprema una vez que el tribunal de instancia, convencido por las partes o al haberse dado cuenta él mismo que no existe posibilidad de conciliar un precepto legal con la Constitución, presenta la cuestión? Si existe la posibilidad de interpretar el precepto legal de conformidad a la Constitución para evitar los efectos inconstitucionales, la sala rechazará la cuestión y, de paso, podrá ilustrar a los tribunales sobre cuál es esa interpretación conforme. Como es posible conciliar la ley (decisión representativa y democrática) con la Constitución, entonces la ley vale, obliga y se aplica. De paso, esa ilustración le permitirá a la Corte ir delineando una jurisprudencia en materia de derechos fundamentales, cosa que hoy la delgadez procedimental y argumentativa de la acción de protección impide.
En cambio, si no hay forma de interpretar un precepto legal de acuerdo a la Constitución, acogerá la cuestión si el precepto “resulta decisivo para la resolución del asunto controvertido”. En ese caso la ley no se aplica al caso concreto y se evitan los efectos inconstitucionales. Pero hay algo más: el diálogo. Si no es posible la interpretación conforme, y para evitar que el tipo de casos en que se produjo la cuestión de constitucionalidad se sigan repitiendo en el futuro, la ley vuelve al Congreso en forma de diálogo Corte-Congreso. Allí, el Congreso podrá “modificar o derogar el precepto” cuestionado. Además, dado que la ley trae consigo una sentencia desfavorable de la Corte Suprema (esto es, un poder del Estado ya ha observado su constitucionalidad en un caso concreto), el procedimiento legislativo para modificar o derogar el precepto será uno simplificado.
Hay quienes han objetado que la cuestión vuelva a manos de la Corte Suprema. Arguyen en su favor la experiencia que tuvo lugar antes de la reforma constitucional de 2005. Entonces, dicen, las acciones de inaplicabilidad acogidas por la Corte Suprema fueron escasas. La acción de inaplicabilidad puesta en manos del TC, en cambio –insisten– generó miles de recursos, muchos de los cuales han sido acogidos, como si este solo hecho diera cuenta de una mayor y mejor protección de los derechos de las personas. La comparación, sin embargo, es incorrecta. En el modelo de inaplicabilidad que se desarrolló entre 1980 y 2005, la Corte Suprema entendió que la acción gatillaba un control abstracto, no uno concreto. ¿Por qué acogió pocas? Entre otras razones porque el control abstracto procede solo allí donde la interpretación conforme no era posible. Por lo mismo, la comparación entre el modelo de inaplicabilidad de 1980-2005 debería hacerse con la acción de constitucionalidad hoy regulada en el art. 93 N° 7. Y allí las cuentas numéricas de ambas acciones (aunque, como decimos, irremediablemente apenas formales) son bastante similares.
De un modo incorrecto, los críticos a esta iniciativa constituyente han querido mostrar que la pregunta que subyace a ella sería aquella que hace cerca de 100 años se hicieran Hans Kelsen y Carl Schmitt cuando indagaban sobre quién debía ser el verdadero defensor de la Constitución. Mientras Schmitt argumentaba que el Presidente era el mejor guardián, Kelsen sostenía que esa tarea debía colocarse en manos de un tribunal especial. El argumento de los críticos, entonces, pretende mostrar que solo los que creen en un Tribunal Constitucional como el que existe hoy en Chile estarían del lado de Kelsen, considerado por muchos como el padre de la justicia constitucional concentrada.
Aquella aseveración es errada. Como ya se ha podido observar, la iniciativa constituyente comentada sigue una matriz judicial, es decir, se estructura sobre la base de que solo un tribunal imparcial y distinto a los órganos colegisladores puede revisar óptimamente la constitucionalidad de las leyes.
Pero además de ello, la propuesta se hace cargo de uno de los principales problemas internos de la justicia constitucional: la influencia política al interior del tribunal que realiza ese control. La posibilidad más que cierta, como hemos podido observar en los últimos 8 años del tribunal constitucional, de que éste haga pasar por argumentos jurídicos decisiones simplemente valóricas o políticas, es una amenaza que no podemos aminorar. Los defensores del actual tribunal constitucional, incluso sus mismos integrantes, suelen argumentar que es normal la imagen negativa del tribunal, el rechazo a sus decisiones y el carácter contracorriente de muchas de ellas. De una manera u otra, sostienen que el tribunal sería un órgano político contramayoritario por lo que sería normal que las mayorías presenten un disgusto constante con este órgano. Del mismo modo, su influencia política sería también natural debido a que la Constitución, en tanto norma política, haría inevitable esa influencia.
Esta normalización de la influencia política en la decisiones constitucionales es una cuestión que la iniciativa constituyente rechaza, observa y de la que se hace cargo. Y es que no puede ser normal que cuestiones relevantes de nuestra vida social se decidan normal y persistentemente por una mayoría frágil políticamente vinculada. El propio Kelsen nunca abandonó esa preocupación. Cuando Duguit lo interrogaba sobre la permeabilidad política que ofrecía el modelo de tribunal constitucional que este último proponía y el peligro de que ese tribunal se transformase “en una tercera, o incluso en una primera asamblea política”, Kelsen respondía indicando que “el ingreso de la política en la actividad jurisdiccional es un peligro del sistema que no es posible negar de tal forma que es necesario tomar resguardos”.
La iniciativa propuesta quiere tomar esos resguardos y profesionalizar lo más posible la labor de justicia constitucional. Desde luego, ello no implica desterrar la política de la justicia constitucional. Todos los jueces piensan también políticamente y son nombrados con la participación de los demás poderes políticos. Pero la cuestión pragmática es ¿dónde, en el Chile de 2022, tenemos mayores posibilidades (o mayor probabilidad) de encontrar jueces que observen el conflicto constitucional con imparcialidad y con la legítima pretensión de hacer obligatoria la nueva Constitución? ¿Dónde tenemos mayor probabilidad de encontrar jueces que no transformen la revisión constitucional en una tercera revisión política? Kelsen colocaba toda su fe en “los profesores universitarios” (los juristas de profesión, los llamaba) a tal punto que proponía que las facultades de derecho propusieran los nombres de los magistrados. La iniciativa constituyente, en cambio, tiene la pretensión de generar una justicia constitucional con jueces profesionales en la tarea jurisdiccional. De esta forma, la legislación hará su trabajo y la jurisdicción el suyo, y ambas bajo el objetivo común y concurrente de implementar y juzgar, en diálogo, la nueva Constitución.