Una nueva Constitución para la República
Nuestra crisis es, en parte fundamental, crisis de discursos. Del discurso de esa derecha economicista que sigue asumiendo la tesis de Friedman de que el orden económico neoliberal es la base de un orden político adecuado. La situación actual muestra que es, al revés, un orden político legítimo la base del despliegue de la nación, incluido el desarrollo económico. El período más largo de crecimiento de nuestra economía, desde 1830 hasta fines del siglo XIX, fue precisamente aquel en el cual contamos un orden político estable. Al otro lado, se halla el discurso moralizante que une a la izquierda académico-frenteamplista con los recalcitrantes comunistas, que condena al mercado como ámbito de alienación, desconociendo las experiencias colaborativas que posibilita; y soslaya que un mercado fuerte es la base de una esfera civil fuerte, que garantice la división republicana del poder entre el Estado y la sociedad civil.
La superación de la crisis requiere renovar los discursos, a partir de una mayor atención a la situación concreta del pueblo.
El pueblo puede ser descrito, en términos amplios, como ansioso y hacinado. Vastas capas de la población salieron recientemente de la pobreza. Este es un rendimiento formidable. No hay que olvidar que solo unas décadas atrás, el problema del país era la desnutrición infantil masiva (40 por ciento). Sin embargo, los incipientes grupos medios viven bajo el temor -inconmensurable una vez que se alcanza el estatus mesocrático- de volver a la pobreza. Además, Santiago es una ciudad sin paisaje, segregada, de extensos barrios de baja calidad, mucha delincuencia, con dispositivos de transporte alienantes. En las abandonadas provincias, el territorio posee una institucionalidad escuálida, al punto que sus autoridades son impotentes y, entonces, se acumulan las zonas de sacrificio, se queman los campos y la sequía devasta.
¿Cómo salir de la crisis? ¿Se necesita una nueva Constitución?
La salida definitiva a la crisis requiere reformas sociales y económicas, y una renovación de discursos y contingentes en las élites. Sin embargo, la Constitución es un paso, aunque no suficiente, necesario para la salida. En dos sentidos.
Primero, porque nuestra memoria histórica es corta y en esa cortedad todo nos divide, en la medida en que se encuentra bajo las sombras de Allende y Pinochet. La Constitución actual, más allá de su contenido, no opera como símbolo legítimo. Y en la política casi todo depende de esto: de contar con símbolos legítimos. En la época de la crisis general de las instituciones, darle a la República un fundamento de legitimidad en el que todos puedan sentirse reconocidos, que opere como el marco de cualquier discrepancia y colaboración, es la primera piedra de cualquier proyecto nacional compartido.
Segundo, porque de la Constitución depende la organización fundamental de la República. Los dos problemas principales que nos aquejan, el de la integración del pueblo consigo mismo y el de la integración del pueblo con su territorio, dependen de la Constitución. Es allí donde deben asegurarse las condiciones en virtud de las cuales todos podamos sentirnos parte de un mismo pueblo. Y allí también donde debe establecerse la nueva ordenación territorial para superar el centralismo que tiene a la mitad del país hacinada en una capital alienante, y a la otra mitad bajo los estragos de la sequía y el abandono.
Sin esos dos pasos -insisto, necesarios, no suficientes-, el orden político no tendrá capacidad de recuperar su legitimidad. Solo sobre la base de esa recuperación de legitimidad es esperable lo que la teoría política desde sus inicios sabe: la instauración de una paz reconocida.
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