Vanidosos, pusilánimes y magnánimos
En tiempos como éstos necesitamos liderazgos generosos, que estén a la altura de las circunstancias y se atrevan a negociar en forma honesta y actuar de manera decidida, aunque signifique dejar “algo sobre la mesa”.
Desde tiempos antiguos, el estudio de las virtudes y los vicios que forjan el carácter ha suscitado la atención de los sabios. Para Aristóteles, la virtud es el término medio entre dos vicios, por defecto y por exceso. La práctica de la virtud no equivale simplemente a esquivar el vicio. Cuidarnos de no hacer mal, sin tampoco hacer el bien, nos conduce a la pusilanimidad de aquellos que no utilizan su libre albedrío ni para el bien ni para el mal. En la Divina Comedia, el Dante juzga a los pusilánimes con dureza y los sitúa como parte del primer grupo de almas con que el poeta se encuentra en la antesala del infierno, junto a los tibios, los negligentes y los cobardes.
Lo virtud contrapuesta a la pusilanimidad es la magnanimidad, esa grandeza de ánimo o fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos para emprender obras valiosas, por arduas que sean, en beneficio de todos. Es la amplitud del corazón para albergar pensamientos y sentimientos nobles, que motiva la práctica de la justicia en la vida en sociedad y la virtud del señorío en el ejercicio de la política. Se dice que la magnanimidad es una virtud para todos, porque emana de la propia dignidad. Por lo tanto, el magnánimo, consciente de su dignidad, intenta buscar también esa grandeza en los demás. La magnanimidad presupone la humildad, pues permite aspirar a lo más grande, pero sin tener un excesivo apego por los honores que pueda significar. A su vez, la magnanimidad se contrapone también a la vanidad o creencia excesiva en nuestras propias habilidades; a un deseo desmesurado de reconocimiento y la incapacidad de dar crédito a los demás. Así, la magnanimidad sería el término medio entre el defecto de la pusilanimidad y el exceso de la vanidad.
Hasta aquí, este puro repaso filosófico nos interpela profundamente como ciudadanos del 2021, cuando leemos y escuchamos tantas descalificaciones, transacciones, rankings y ninguneos. Alguna vez, mientras observaba a nuestros líderes discutir o negociar en tiempos “normales”, me tranquilizaba pensar que ante una emergencia siempre contaríamos con esas reservas republicanas de amistad y buena voluntad, pero hoy vemos con preocupación cómo la pequeñez pareciera imponerse frente a la grandeza. No es nada fácil dar con el tono, la intención ni la acción correcta, menos en estos momentos de confusión en los que caminamos por una delgada línea de incertidumbre, prueba y error, en que estamos siempre expuestos a la crítica.
En tiempos como éstos necesitamos liderazgos generosos, que estén a la altura de las circunstancias y se atrevan a negociar en forma honesta y actuar de manera decidida, aunque signifique dejar “algo sobre la mesa”. Actitudes que nos permitan dialogar y comprender el dolor, el esfuerzo y las aspiraciones del otro, y apreciar la magnitud de las circunstancias, en lugar de limitarnos a buscar culpables o ver en cada propuesta de cambio un ataque personal, una provocación o una oportunidad para aportillar al otro, por unos pocos aplausos de “los nuestros”.
Me quedo con tantos ejemplos magnánimos de valentía, fortaleza y generosidad, en su mayoría silenciosos, que también hemos visto a lo largo de esta pandemia, a pesar del “tira y afloja” propio de la política, que no siempre rinden los frutos esperados en el corto plazo - ni adulaciones ni votos - pero que sin duda contribuyen a forjar el carácter de un país más virtuoso.
* La autora es presidenta de Sistema B Chile
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