Violencia escolar
Por Bernardita Yuraszeck, directora ejecutiva de la Fundación Impulso Docente
Tras 25 días de receso de invierno, los colegios volvieron a la presencialidad la semana pasada: un segundo “súper lunes” del año, tanto para las familias como para los equipos de los establecimientos que se prepararon para recibir nuevamente a sus estudiantes. Para muchos docentes, se trató de un día de mucha ansiedad y miedo a que se replicara lo vivido a comienzos de año, donde hechos de violencia inusuales fueron reportados por las propias escuelas.
En la mayoría de los colegios, según se mostró en los medios de comunicación, este segundo primer día de clases se desarrolló con normalidad. Hasta este martes, que se informó la reaparición de los llamados “overoles blancos” en las cercanías del Instituto Nacional y barricadas en las inmediaciones del Liceo Barros Borgoño. A su vez, se comunicó que dos estudiantes de un liceo en Yumbel resultaron heridas tras una pelea entre ellas en el colegio.
Más allá de tratarse de hechos violentos puntuales, y que la violencia escolar no es un fenómeno nuevo, hay preguntas de fondo que hechos como estos abren y nos exigen parar para observar con más perspectiva el fenómeno. No hay que olvidar que venimos de un primer semestre en el que directivos recibieron amenazas de muerte y donde se registró un brutal aumento de denuncias de maltrato y discriminación entre estudiantes, 60% y 65% respectivamente, desde la vuelta a las clases presenciales.
Una primera pregunta es hasta dónde se puede hacer cargo solo la escuela de la violencia escolar. Es importante que contribuyan a hacerse cargo del problema y pongan los esfuerzos necesarios en ello, pero siempre bajo la premisa de que se trata de un problema más profundo que traspasa las paredes de un colegio.
Conversando con los docentes, se repite con frecuencia que se están enfrentando a situaciones nuevas, con estudiantes con mayores niveles de desregulación, con los cuales se hace difícil conversar, y también con apoderados que buscan una respuesta o solución en los propios docentes, quienes han tenido que asumir una multiplicidad de roles que escapan de sus manos.
Otra pregunta es cuánto de lo que ocurre en las escuelas es sintomático de lo que estamos viviendo como sociedad. Niños que llevan a la escuela lo que perciben o experimentan fuera de ella, o viceversa. Si un estudiante crece experimentando violencia dentro de la escuela, ¿por qué sería distinto afuera?
Cabe también preguntarse, en los tiempos que corren, con las escuelas especialmente sobreexigidas y apagando incendios, ¿cómo las invitamos a proyectar y soñar los adultos del mañana y cómo logramos que eso suceda? Un primer paso, sin duda, es dejar de verlas como culpables o únicas responsables. Los colegios y jardines infantiles son parte de un sistema mucho más complejo, integrado en primer lugar por las familias, y también por los barrios, los espacios culturales, las áreas verdes, las juntas de vecinos, los hospitales, entre otros muchos actores que influyen directamente en la construcción social.
Hoy el país está atravesando importantes cambios políticos y sociales. Una oportunidad y momento oportuno para hacernos estas y otras preguntas y comenzar a desarrollar el proyecto estudiante-país que buscamos, es decir, respondernos cómo son los jóvenes del futuro, porque la escuela, a la larga, también es un ensayo vivo de la sociedad que queremos construir.
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